La propuesta de Casado

Bravuconadas electorales o derechos lingüísticos

Es necesaria una ley de lenguas que garantice el bilingüismo en Catalunya y el plurilingüismo en todo el Estado, pero la propuesta de Casado es incendiaria y jurídicamente inviable

Ley de lenguas.

Ley de lenguas. / LEONARD BEARD

Joaquim Coll

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La propuesta del líder del PP Pablo Casado, a favor de relegar las otras lenguas españolas diferentes al castellano a la condición de opcionales en la Administración, la oferta de empleo público, la enseñanza y la rotulación abrió, hace unas semanas la portada de EL PERIÓDICO ('Casado promete degradar el catalán en la escuela', titulaba). A través de una “ley de lenguas” los populares buscarían que solo el castellano fuese vehicular -obligatoriamente- en la enseñanza y que el conocimiento del catalán/valenciano, gallego y vasco pasase a ser un mérito en el acceso a un trabajo en la función pública. Esta incendiaria oferta electoral, que nunca antes el PP había defendido con esa radicalidad, solo se explica como una forma de intentar taponar la sangría de votos hacia Vox, formación que nace como una escisión ideológica suya, de nacionalismo español ultraderechista. Ahora bien, en el PP saben que este nuevo ideario lingüístico es legalmente inviable, tanto por lo que establecen los estatutos de autonomía como por las diferentes sentencias del Tribunal Constitucional que garantizan la obligatoriedad de las otras lenguas diferentes al castellano en la enseñanza y la Administración.

Además de contribuir a la crispación, otra consecuencia de esta propuesta es que pervierte el nombre de un proyecto absolutamente necesario, el de una ley de lenguas oficiales en España que cierre la querella en torno a esta cuestión, reconociendo derechos lingüísticos a todos los ciudadanos y estableciendo cuáles son las obligaciones de las administraciones. Aunque España es uno de los países que mejor atiende a  su diversidad de lenguas, según se recoge en los informes que periódicamente elabora el Consejo de Europa, lo que llama la atención es que la Administración General del Estado no sea un actor en esta materia y que únicamente la comunidades autónomas hayan legislado y reglamentado, siempre en beneficio de las llamadas lenguas “propias”.

La desidia de los poderes centrales y el hiperactivismo de los autonómicos ha generado dos problemas. Primero, los nacionalistas han utilizado en democracia la legítima recuperación de las otras lenguas españoles con el objetivo de erosionar el bilingüismo en sus territorios. Esta es sin duda la situación en Catalunya, donde el castellano ha sido expulsado como lengua vehicular de la enseñanza, mientras en la Administración y los servicios públicos el catalán se utiliza casi siempre de forma exclusiva. La Generalitat y la mayoría de los gobiernos locales practican el monolingüismo, y las sucesivas leyes del Parlament han ido arrinconando los derechos de los castellanohablantes como si nada de lo que se afirma en los discursos a favor del bilingüismo fuese verdad.

Y, segundo, muchos ciudadanos en las comunidades bilingües están convencidos, porque así han sido persuadidos durante años por discursos nacionalistas, que el Estado es hostil a las otras lenguas (catalán/valenciano, gallego y vasco) cuando no hay nada desde 1978 que avale mínimamente esa creencia. Si por algo se ha caracterizado la actuación de los sucesivos Gobiernos españoles es por el desinterés.

Una ley con dos objetivos

Así pues, una ley de lenguas oficiales debería combatir ambas cosas y ofrecer una respuesta positiva. Por un lado, para garantizar los derechos lingüísticos de todos los ciudadanos, también de los castellanohablantes en las comunidades bilingües. Y, por otro, para implicar al Gobierno y a la Administración del Estado en la defensa y promoción de todas las lenguas tanto dentro como fuera de España. No dispongo de espacio para desmenuzar ambos objetivos y por ello remito a la lectura de un libro imprescindible de la lingüista y escritora Mercè Vilarrubias, 'Por una Ley de Lenguas' (2019, Deusto), en el que se desarrolla una propuesta muy minuciosa a partir del concepto “derechos lingüísticos”, habitual en Europa, pero completamente ignorado en nuestro país.

En resumen, se trataría de que el Estado fuera realmente plurilingüe (en impresos, documentos, rótulos, comunicaciones, también en el Congreso y Senado, etc.), a fin de ser escrupulosos con los derechos de todos los ciudadanos, al tiempo que se garantiza el respeto al bilingüismo en las comunidades donde como en Catalunya o Baleares el nacionalismo ha impuesto un régimen de exclusión del castellano en la enseñanza, la Administración y los servicios públicos. A diferencia de la iniciativa de Casado, que no es más que otra bravuconada electoral jurídicamente inviable, la respuesta pasa por poner en valor los derechos lingüísticos de todos y determinar con precisión los deberes de las administraciones.