Análisis

Salto al vacío a los 18

Si la primera fase de acogida ha sido breve y deficiente en términos de capacitación e integración social, la preparación para la plena autonomía como finalidad última de la protección de los menores queda en entredicho

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Raúl Martínez

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Plantear la atención a los adolescentes y jóvenes que migran solos como parte del fenómeno migratorio global significa ser conscientes de su magnitud y de su carácter estructural, con tendencia al alza. Ante tal constatación, el abordaje debe poner el foco en su integración como ciudadanos de pleno derecho. Adultos. Si llegan a nuestro país siendo aún menores de edad hay que tutelarlos legalmente y extremar su protección, de acuerdo, pero nuestro deber como sociedad de acogida no termina ahí.

Durante el primer período hay que asegurarle al menor sin referentes familiares una atención que, más allá de cubrir sus necesidades básicas, garantice sus derechos, entre ellos a la autorización de residencia y a un permiso especial de trabajo a partir de los 16 años. Primer escollo: la saturación del sistema de protección y la lentitud de los procesos administrativos arrojan a centenares de jóvenes a la mayoría de edad sin la situación legal plenamente regularizada. En esos casos, la ley de extranjería actual se convierte en un muro prácticamente infranqueable.

Quienes superan ese primer obstáculo y logran alcanzar la mayoría de edad ‘con papeles’ se enfrentan a un arduo proceso de emancipación que pasa necesariamente por tener techo e ingresos. Como para el resto de jóvenes, el acceso a la vivienda y la incorporación al mercado laboral son dos grandes retos. Con las dificultades añadidas en este caso de no tener ni una base sólida en cuanto a formación –empezando por el conocimiento del idioma—, ni una red familiar y social que allane el camino. Si además existen otras problemáticas, de salud mental o consumos por ejemplo, el riesgo de verse 'ocupando' o directamente en la calle es evidente.

La Administración ha previsto para los extutelados un período de transición hacia la vida autónoma con prestaciones económicas y opciones de vivienda vinculadas a programas de inserción laboral, pero ante el volumen de jóvenes a atender, la complejidad de sus situaciones y la diversidad de sus perfiles, la insuficiencia de recursos es flagrante. El siguiente espacio de atención primaria, los servicios sociales, están ya colapsados y no cuentan con recursos ni suficientes ni adecuados para tomar el relevo.

La realidad es que la inmensa mayoría de los extutelados no pueden trabajar y deben renovar la residencia acreditando unos mínimos medios de vida. En ese momento existe el riesgo de que se produzca un ‘segundo abandono’ que puede ser el definitivo: a pesar de que en muchos casos estamos ante jóvenes adultizados por su trayectoria personal y su proceso migratorio, se trata de personas en situación de vulnerabilidad que siguen teniendo necesidades de atención y de cuidados. El umbral entre la minoría y la mayoría de edad es frágil y difuso. Si la primera fase de acogida ha sido breve (a menudo llegan pocos meses antes de cumplir los 18 y apenas hay tiempo de documentarlos) y deficiente en términos de capacitación e integración social, la preparación para la plena autonomía como finalidad última de la protección de los menores queda en entredicho. Y se ven abocados a un salto al vacío.