Peccata minuta

Familia

JOAN OLLÉ

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La auténtica familia son los amigos: no nos viene dada por la sangre ni por los títulos de primo, cuñada o tía. La vamos cocinando a cada palabra, sonrisa y mirada. Y un buen día nos encontramos con que su casa es la nuestra, la nuestra la suya, y sabemos en qué cajón se encuentra cada cosa sin necesidad de pedirlo. Tuve un amigo -y han ido llegando otros- con el que casi sin querer y día a día fuimos cuajando una nueva condición en la que se desdibujaban los límites. Y cuando Joan se casó con Carlota y nació Lluís, accedí, a través de mi título de padrino, a figurar oficialmente en nuestro no escrito libro de familia.

Así como no podemos escoger a nuestros familiares directos ni estamos obligados a quererles, tampoco podemos amar por decreto a las personas que escogen nuestros amigos para compartir sus vidas; la estadística nos cuenta como grandes amistades se han ido diluyendo por falta de sintonía con sus parejas. Con Carlota sucedió exactamente lo contrario: era exactamente la pieza que necesitaba el puzle -le encantaban toda clase de juegos- para completar la imagen. Y cuando Maria y yo tuvimos a Carles, ella fue su dulce padrinita. Carlota nunca acabó de encontrarse muy a gusto en los fastos sociales en los que, como consorte, tuvo que participar: prefería quedarse en casa, con los suyos.

LA PRUEBA DEL ALGODÓN

Fueron años felices. Hasta que Joan se fue de casa y, al poco, de este mundo. Tal vez la prueba del algodón de la gran amistad sea la de tomar partido cuando aquellos que más quieres pasan del amor al odio, del 'te quiero' al insulto y del beso al grito. No fue facil, pero el bálsamo del tiempo es un gran cicatrizador, y pronto supimos volver a estar juntos en alegría.

El pasado sábado volví, por primera vez desde la muerte de Joan, a la preciosa casa, rodeada de naturaleza, que Carlota y él se construyeron al principio de todo. Derramé un par de lágrimas porque cada rincón y objeto estaba cargado de la ausencia de mi amigo: brindis de champán y risas y llantos de niños. Carlota me recordó que aquella casa, como la de Sisa, también era nuestra. Y no tuve que pedir dónde estaba el sacacorchos.

Nos despedimos dándonos cita para agosto en Marruecos -ella se iba por Sant Joan con Yvette a París, a ver a su hijo Carles-. Y fue Carles quien tuvo que regresar con el primer vuelo que encontró cuando el lunes supo que su madre había muerto por la mañana, después de una mínima intervención quirúrgica de riesgo casi nulo, víctima de la estadística del uno por mil o por millón.

Alba, Lluís, Carles, Joan e Isabel pudieron abrazarse y llorar juntos con el médico que la atendió. No estáis solos: os queda la familia. Y la casa, muchas casas.