¡Buen viaje, mosén Flavià!

RAMÓN DE ESPAÑA

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Se nos ha ido Carles Flavià y sus amigos sabemos que la vida va a ser un poco más aburrida a partir de ahora. En su voluntaria condición de gamberro profesional, es poco probable que la sociedad catalana le dedique los mismos homenajes que a mosén Ballarín, pero casi mejor; a fin de cuentas, Flavià nunca pretendió ser un pilar de la sociedad, sino alguien que había venido a este mundo a veranear, comer, beber, hacer el ganso y reírse todo lo posible de las facetas más absurdas de la vida, que son muchas y variadas.

Cuando le conocí, todavía era cura –me lo presentó en Zeleste Jaume Sisa, si no recuerdo mal-, y hasta tuve el privilegio un domingo de acompañarle a una parroquia en el quinto pino junto a otros perdularios con los que llevábamos toda la mañana dándole al vermú con berberechos en un figón del Eixample. Dado mi estado, no recuerdo nada de lo que dijo, pero sí la cara de satisfacción de los feligreses, rendidos –como todo el mundo- a su verba amena, a su labia prodigiosa. El cardenal Jubany le tenía aprecio, pero a veces le llamaba a capítulo porque lo habían visto bebiendo, con una mujer o bebiendo con una mujer. Pero Flavià tenía respuesta para todo. Según él, para combatir el pecado había que conocerlo, ¿y quién lo iba a conocer mejor que él, que caía a diario en la tentación?

Cuando ya no pudo más de la clerigalla, optó por trabajos en los que pudiera hacer lo que mejor se le daba: largar. Así se convirtió en mánager de la Platería y de Pepe Rubianes y, posteriormente, en humorista, oficio para el que se había preparado a fondo, tal vez sin ser consciente de ello, en la barra de Zeleste, donde nos congregábamos sus fans para escuchar una serie inacabable de burradas que acababan componiendo una visión del mundo fatalista, pero tronchante. En una barra, en un restaurante o en un escenario, Flaviá siempre era el mismo y el medio era el mensaje, que diría McLuhan. Gratis o pagando, cuando te cruzabas con aquel glorioso gamberro sabías que te esperaba un buen rato. Nunca averigüé si creía en Dios o si había perdido la fe, pero siempre me pareció que, como a Ringo Starr, le bastaba con la ayuda de los amigos.