Pardillos
Necesitaban el dinero. Los bancos no les prestaban. Y la desesperación les llevó a caer en manos de los prestamistas. De lleno, en la usura. En esos personajes que el imaginario tiñe de blanco y negro y cincela con cuerpos enjutos y mirada mezquina. Pero en la vida real no juegan a las caricaturas, se camuflan de amigos y crean la ilusión de que solo quieren ayudarte. Los casos que relataba ayer EL PERIÓDICO destilan impotencia. «Incluso la familia y el entorno te consideran un pardillo. Hay gente que opina que es culpa tuya y muchos de nosotros acabamos culpándonos». Las palabras de Juan Puche, presidente de la asociación Stop Estafadores, dan la medida exacta del abatimiento del engañado. Cuando a todas las desgracias debe sumarse la sensación de haber fallado, de haber caído en una trampa que alguien con más capacidad habría detectado.
La humillación es una emoción que quema, que derrumba, que estalla en la línea de flotación del autorrespeto. Si consigue impactar ahí, daña de un modo más profundo que cualquier agresión, porque la condena parte de uno mismo. También con ese sentimiento juegan los estafadores, saben que la vergüenza del burlado provoca que este se sitúe en un rango inferior. Al fin, siempre está la desigualdad. Los estafados no habrían caído en la usura si los bancos no les hubieran despreciado y la política no les hubiera relegado a ciudadanos de segunda. Los pardillos somos muchos.
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