Al contrataque
'Carn d'olla' y 'pringá'
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
OLGA MERINO
Burbujea con sordina el debate sobre la transformación del Estado a través de la reforma constitucional -ya viene siendo hora-, pero, mientras la epifanía llega o no llega, sedimenta la certeza de que este sembrado no tiene arreglo. Una inmensa tierra de nadie entre la exacerbación independentista y el ademán impasible de Rajoy.
En medio de este desnorte general, parece que solo perviva cierta voluntad de compromiso, cierta substancia unitaria, en los fogones, en la cocina hispana, que el escritor Julio Camba denostaba porque la veía «llena de ajo y de prejuicios religiosos». De entre los diversos platos del recetario ibérico, sobresale uno que amalgama el patio con mucho más fundamento que la Carta Magna: la legumbre, la cultura del potaje, lo que Vázquez Montalbán, otro gastrónomo lúcido, llamaba «la teología de las muchas cosas que cocer suavemente en la misma agua».
El credo de la legumbre
La geografía distribuye con buen tino el credo indisoluble de las leguminosas: el pote gallego, con sus grelos; la olla podrida de los castellanos; la fabada asturiana, una verdad contenida en sí misma; las pochas de Tolosa; el cocido madrileño, con sus gabrieles (garbanzos) y sus tres vuelcos (la sopa, las verduras sofritas y las carnes); el puchero andaluz, con la ramita de hierbabuena moruna; y, por supuesto, nuestra escudella.
La retahíla de potajes peninsulares se elabora siempre con cerdo: morro, falda, magro, oreja, morcilla, chorizo, tocino… Una omnipresencia la del marrano que se remonta a la época en que los cristianos viejos presumían de tener una pata de jamón colgada tras la puerta para distinguirse de los moriscos y la judería. De vaca o ternera en los cocimientos, poca, muy poca -si acaso, tripa o un hueso de la rodilla-, porque estas son tierras parcas en pastos verdes. El gorrino, la comida a base de sus grasas, tiene algo de intolerante, rabioso y excesivo que da que pensar: tal vez la vida habría sido otra con 30 días añadidos de lluvia al año, más bistecs, menos incienso y una pizca de Ilustración cuando tocaba, allá por el siglo XVIII.
La gran sabiduría de la olla, la cocina campesina de la supervivencia y el ahorro, radicaba en las sobras, en lo que se hacía con ellas, en cómo se estiraba el milagro hasta las croquetas de cocido o la ropa vieja.
Viene esto a cuento porque, mientras discutimos lo que somos o lo que queremos dejar de ser, se olvida la tormenta que está cayendo sobre una amplia capa social de desprotegidos. Se silencia también que cinco regiones españolas encabezan el paro en Europa, por delante de Macedonia y, agárrense, la isla de la Reunión, un departamento francés de ultramar. En otras palabras, mientras no se huele voluntad alguna de diálogo, se nos están comiendo la pringá, la carn d'olla enterita, el único manantial del pobre: las sobras.
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