El fantasmagórico del cabo de Creus

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IAN GIBSON

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Le echamos intensamente de menos. Al hombre, al personaje, al Gran Exhibicionista (el más consumado), al humorista desternillante, al animador de eventos alocados, al impenitente bufón a lo largo de décadas, al inspirado formulador de generalizaciones sobre el arte capaces de dejar patitieso al entrevistador más agudo... En una palabra, al showman magistral. La obra está allí y allí seguirá, con más o menos fortuna crítica, pero falta su insustituible progenitor. Es una ausencia palpable, penosa. Sin aquel Dalí somos más pobres, más tristes. Me parece que no se puede decir lo mismo de Picasso.

En uno de sus diarios adolescentes, Dalí apuntó que, después de rematar sus estudios en la Academia de San Fernando, pasaría una temporada en Italia. Añadió que, ya otra vez en España, sería un genio y el mundo no tendría más remedio que reconocerlo. ¡Un proyecto así a los 17 años! ¡Y con un convencimiento tal!  ¿Existe, en los anales del arte, un caso comparable?

Dalí pasaría el resto de su vida entregado día y noche a la tarea de persuadir al universo de su condición de genio. Y en gran parte lo logró. Era un portento.

Había nacido con el don sagrado del dibujo, eso sí, y no tardaron en celebrarlo y estimularlo sus padres, su entorno social y sus maestros. Además, le favorecían su físico y su inteligencia, si no una timidez patológica (que empezaría a superar en la Residencia de Estudiantes gracias a la construcción deliberada y tenaz de una personalidad estrafalaria y provocadora). Lo que nadie le puede achacar es no haber trabajado a conciencia, sin descanso, con el talento heredado.

Un lugar mágico

Federico García Lorca, el amigo más íntimo, con Buñuel, de los días madrileños de Dalí, dijo una vez: «Si yo me pierdo, que me busquen en Cuba o Andalucía».  El epicentro de Dalí no es Figueres ni el pueblo de Cadaqués sino, como bien sabían el granadino y el aragonés, el cabo de Creus y, específicamente, la zona de Pla de Tudela y sus alrededores.

Catalunya ha hecho los deberes con el cabo, uno de los lugares más mágicos del planeta, como nunca dejaba de señalar Dalí. Ya es parque natural y, por lo que le toca al Pla de Tudela, los destrozos ocasionados por el Club Méditerranée se han reparado, aunque es de difícil erradicación la flora invasiva introducida por los vecinos galos.

Para acceder al Pla de Tudela es preciso dejar el coche en el aparcamiento y bajar a pie. Y dispuesto a ver cosas extrañísimas, como las empezó a vislumbrar desde niño el futuro creador obsesivo de imágenes dobles y triples inspiradas por el formidable enclave. En la inscripción tallada en una de las esculturas de hierro levantadas en honor del artista en el espacio colonizado antaño por los franceses se lee lo siguiente (desconozco a quién van dirigidas las palabras): «La parte comprendida entre el Camello y el Águila, que tú conoces y amas tanto como yo, es, y tiene que seguir siendo siempre, geología pura, sin nada que pudiera falsificarlo. Para mí es una cuestión de principios.  Se trata de un sitio mitológico más hecho para los dioses que para los hombres, y hay que conservarlo tal cual».

Así se ha hecho. Catalunya, repito, ha cumplido con el cabo de Creus y con el omphalos de su pintor más mundialmente famoso.

También, al proteger Tudela y sus alrededores, ha hecho posible disfrutar, en su prístina mineralidad, de los rincones donde, al principio de su segunda película, La edad de oro, Buñuel y Dalí situaron nada más y nada menos que la hilarante fundación de la Roma fascista de 1930, la de Mussolini, y ello por una comitiva recién desembarcada de mallorquines representativos de la Iglesia, las fuerzas vivas y el Ejército. Les esperan una pandilla de desharrapados capitaneados por Max Ernst. Una centinela, encaramada en El Águila, da la alarma. Pero cuando llegan abajo no solo van falleciendo los bandidos sino que ya son esqueletos los cuatro arzobispos que, sentados cerca del mar, murmuraban minutos antes sus latines.

Vale la pena con creces seguir por el camino que conduce del Pla de Tudela a Cala Culip. Quien conoce bien dicha secuencia cinematográfica se irá adentrando, al hacerlo, en otros ámbitos familiares. Y además, dará con la roca inspiradora del cuadro daliniano El gran masturbador, que acaba de fascinar a las muchedumbres del Pompidou y del Reina Sofía.

El pintor solía decir que, cuando abandonaba con Gala cada otoño Port Lligat para volver a su vida pública en París y Nueva York, en realidad lo que hacía era una especie de camping out antes de regresar la primavera siguiente a la localidad ampurdanesa cuyas metamorfosis rocosas creía encarnar.

No lo dudo: es en el cabo de Creus donde nos esperan sus manes.