Análisis
Ajuste de cuentas
Antón Losada
Profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Santiago de Compostela
ANTÓN LOSADA
La máquina de contar manifestantes es el consuelo del mal gobernante. Más de 60 manifestaciones y miles de ciudadanos han reclamado que se ajusten las cuentas y paguen por esta crisis quienes la provocaron y se han beneficiado, no esa gran mayoría que la padece. Los datos oficiales afirman que las manifestaciones han resultado menos concurridas que otras. Los convocantes informan de afluencia masiva. Un debate irrelevante que al buen gobernante le importa poco. El buen gobernante atiende a Maquiavelo: "Los estados bien gobernados y todos los príncipes inteligentes han tenido cuidado de no reducir a la nobleza a la desesperación ni al pueblo al descontento". La nobleza europea y los hidalguía española pueden andar encantadas, pero el pueblo no y cada vez tiene más claro por qué.
Sin poner en acción toda su capacidad de movilización, unos sindicatos sometidos a una desaforada campaña de descrédito masiva, más un puñado de grupos a quien se busca enfrentar sistemáticamente con la policía, han convertido el 10-M en otro mal día para el Gobierno. El broche de plomo para una semana desconcertante en la que Mariano Rajoy aún celebraba una rebaja de la prima de riesgo que nadie entiende muy bien.
En la liga de la austeridad, estamos a punto de volver a empatar con Italia. El último consuelo del dolorido orgullo de una España oficial que iba para octava maravilla y potencia económica mundial, pero que ahora se conforma con llegar a fin de mes, o a la próxima subasta de deuda. A la España real, esa competición no le importa nada. Le preocupa el paro y ver marchar a sus hijos buscando trabajo, la educación y la fiambrera de los niños o repagar la sanidad.
Cada nueva jornada de movilización, o cada movimiento de protesta en las redes, certifican un giro constante en la percepción social de las causas de la crisis. La versión oficial se resquebraja. Como bien concluye Joseph Stiglitz en su indispensable El precio de la desigualdad, las razones que justificaron la transferencia ingente de recursos desde las clases bajas y medias a las élites ya no parecen ni tan eficientes, ni tan legítimas, ni tan inevitables.
El mantra de la austeridad pierde sus poderes ante una opinión pública que protesta con contundencia en calles, redes sociales y encuestas. La crisis no se percibe como una maldición de los mercados por haber gastado lo que no teníamos. Se siente como el negocio de un sistema financiero corrupto, que primó su beneficio por cualquier medio necesario y financió la corrupción política para que nada se interpusiese ante un buen negocio. La ecuación ya no es crisis y recortes. La ecuación ahora es crisis y corrupción. Luís Bárcenas es su símbolo.
El cambio es cualitativo, no cuantitativo. El relato alternativo para explicar la crisis se va convirtiendo en tendencia y la versión oficial en un artefacto inútil. Esta gran recesión ya no parece una enorme dificultad colectiva que debamos superar arrimando el hombro. Para la mayoría empieza a ser una estafa que no está dispuesta a aguantar.
El presidente reconoce no hacer lo que prometió, pero estar ejecutando lo que debe. Los ciudadanos en la calle y en los sondeos le responden que ya no cuela. Ni debía hacerlo, ni tiene que hacerlo. La gente reclama soluciones para el paro y su gobierno les ofrece remedios para el déficit. La doctrina del sufrimiento masivo necesita fe. Pero Mariano Rajoy ya no gobierna un país de creyentes, sino de descreídos. Más le vale entenderlo ahora que aún tiene arreglo. Si no, la cuenta le saldrá muy cara.
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