Entrevista

Jordi Soler: "Cualquier cosa que nos pasó, nos pasa y nos pasará está en los mitos griegos"

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El escritor mexicano Jordi Soler, retratado en Madrid.

El escritor mexicano Jordi Soler, retratado en Madrid. / Jose Luis Roca

Juan Cruz

Juan Cruz

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Hasta los que son de su gremio consideran que Jordi Soler (La Portuguesa, Veracruz, México, 1963), el autor de 'Los rojos de ultramar', es uno de los grandes prosistas de la lengua española. Lo reivindica ahora con 'El reino del toro sagrado' (Alfaguara), la última de las ocho novelas que ha firmado hasta el momento. 

Nacido en México de republicanos catalanes exiliados allí, es autor de aquella Los rojos de ultramar, un viaje a la vida de su familia, que convocó a su alrededor elogios que lo emparentaban con Juan Rulfo. Magisterios aparte, él es ahora exactamente Jordi Soler, que vive en donde nacieron sus padres, en Cataluña, ahí cuida de sus hijos y de su lenguaje, que, como dijo Jorge Semprún, sirve a “una imaginación mágica y arrolladora”. 

La presente novela, 'En el reino del toro sagrado', exhibe su magisterio hasta cortar el aliento del lector (de este lector, por ejemplo) como si el toro fuera a embestir, como la mala de la que trata el libro, a quien se acerca a la novela. 

¿Cómo funde la calidad de su prosa con lo que imaginas?

Diciéndolo con simplicidad. La forma es el fondo, lo tengo clarísimo. En esta novela, que tantas dosis de violencia reúne y tantas de humor que hacen de contrapeso, pensé que la prosa tenía que ser el lubricante entre los dos territorios literarios. Termina con una escena desgarradora. Cuando empecé a escribirla creí que la novela tendría que ser un continuo crescendo para que el lector llegara a toda velocidad a estrellarse con esa atroz escena de la misma manera en que me estrellé yo. Ese crescendo es lo que hace que la prosa fluya de una manera especial.

La prosa desemboca en los mitos griegos uno de los grandes prosistas del siglo XX, Robert Graves.

Exacto, además es nuestro gran mitólogo. Desde muy joven he leído Los mitos griegos. Cuando escribía la novela pensaba mucho en ese libro porque buscaba mostrar una serie de estampas, aunque mi historia sea sólida. Graves pasa de uno a otro y cuando crees que has perdido el hilo te regresa a la trama general de la mitología, a nuestra vida. Desde hace miles de años, cualquier cosa que nos pasó, nos pasa y nos pasará está contenida en los mitos griegos. Es un banco al que podemos recurrir los ciudadanos del siglo XXI. Consecuentemente también es un banco literario tremendo al que yo recurro, pero esta no es una novela de mitos griegos.

En el siglo XXI se ha dejado la violencia en un rincón, nadie quiere verla y se ha salido de la constelación general de la vida. La violencia es simplemente una noticia

¿Cómo ha ido ajustando la prosa al ritmo que necesitas para contar una historia tan compleja?

Soy un escritor de oído. Oigo lo que escribo y hasta que no suena bien no lo doy por bueno. A esa afición por la música de mi prosa hay que añadir sentido, como hace cualquier músico. Yo lo veo así de sencillo: voy escribiendo y oyendo simultáneamente y cuando llego a cierto nivel musical, el sentido ya está ahí. La novela es un artefacto que funciona con una perfección matemática. Si no suena como debe sonar y no dice lo que debe decir, la sinfonía se derrumba.  

Ocurre en México, la metáfora es México y la maldad está es latente… 

Está en México porque la violencia latente del territorio en el que escribo consuena de manera muy atractiva con la violencia de los mitos griegos y los mexicanos, historias tremendamente violentas. En el siglo XXI se ha dejado la violencia en un rincón, nadie quiere verla y se ha salido de la constelación general de la vida. La violencia es simplemente una noticia. En esta novela, la violencia tiene el significado que tenía en la antigua Grecia. Era parte de la vida, una de las fuerzas que mueven al cosmos, como la pasión amorosa, el sexo, las ganas de aniquilar a alguien: todo era parte de la vida. Aquí florece de mejor manera que si la hubiera escrito en otro territorio. La historia podría pasar en cualquier sitio, aquí en Madrid, en Chamberí, pero los grados de violencia del plató que me ofrece Chamberí no son los mismos, no hubiera tenido la misma resonancia. Por otra parte, el plató que mejor me funciona es aquel, yo soy feliz en esa selva por eso recurro tanto a ella.

La Portuguesa es su asentamiento vital, el lugar de Los rojos de ultramar. ¿Hasta qué punto aquel muchacho ya estaba mirando este tipo de metáforas de México?

Desde siempre. México siempre ha tenido la misma metáfora, ha crecido con un tono violento, es la historia de un país que nació del choque de los dos grandes imperios de la época. Un país que nace así siempre tiene una raíz violenta. Desde niño respiré esa violencia porque nací en el México rural, que es especialmente violento, y seguramente de ahí vienen todas mis historias. Tengo un archivo de vivencias, de situaciones, de imágenes de aquella época del que tiro mucho para escribir. Seguramente no todo lo que cuento pasó porque después de tantas décadas de manipular ese archivo, entre una imagen y otra se han generado turbulencias que generan otra imagen; otras las he inventado, pero todo nace de ese mismo humus originario.

  

Ese muchacho escribió una de las grandes novelas del exilio y ahora está en la parte de acá del exilio. ¿Qué supone para usted la distancia entre Barcelona y La Portuguesa?

Geográficamente la distancia ya es insalvable porque La Portuguesa, donde yo nací, no existe, se vendieron todos los terrenos y ahora es una urbanización de muy mal gusto. 

Emocionalmente sigue tremendamente viva puesto que da para escribir novelas, y como individuo me sigue sirviendo de refugio. Durante los tres años que estuve escribiendo esta novela, cada día me encerraba a las cinco de la mañana en mi estudio para estar en La Portuguesa y me quedaba inmerso allí hasta el mediodía. Vivía ahí, no me he ido, o quizá La Portuguesa no se ha ido de mí. 

El caso es que salgo de mi estudio a la calle Muntaner de Barcelona después de haber estado en la selva cada día y eso electrifica mi cotidianeidad de una manera muy positiva. 

¿Puede decirse que la metáfora es México?

Una de las metáforas es México. Otra es el poder. 

Hay dos fuentes de poder muy importantes en la novela, una es Artemisa, la otra Teodorico. Artemisa es bella hasta la desesperación de los demás, es muy consciente de su belleza y la aprovecha para conseguir cosas que otras no tan bellas no consiguen. Es una imprudencia decir esto en el siglo XXI, porque la gente decente sabemos que la gran revolución de Occidente es la de las mujeres y la igualdad entre hombres y mujeres ya es casi equiparable, lo que es motivo de celebración. Dicho esto, no se puede obviar el poder avasallador que tiene una mujer bella, las cosas que puede lograr a partir de su belleza.

¿Como Artemisa?

Artemisa es un personaje ambiguo a la que le molesta, como a cualquier mujer, que le digan que lo que ha conseguido es por su belleza, pero al mismo tiempo no tolera que pase una criatura viva por delante y no se arrodille ante su belleza. El poder de Teodorico es el poder sordo que te aniquila sin darte cuenta; en el de Artemisa tienes que poner de tu parte si ella quiere que seas su perro, como ocurre en toda la novela. Si no quieres, te das la media vuelta y te vas. Sin embargo, si Teodorico te quiere hacer cualquier cosa, con ese poder diabólico, sordo, te la hace.

¿Has conocido a alguien como Teodorico?

Sí, personalmente no pero hay gente así, caciques de esta magnitud que son capaces de definir quién es el ministro de Agricultura o el gobernador de Veracruz, que gobiernan absolutamente todo con mano dura, a veces con amabilidad, otras de manera amorosa, pero que lo tienen todo controlado. Pasa en todo el mundo, en todos los países, en distintas versiones hay un Teodorico que mueve los hilos. No tengo ninguna duda. 

Para alguien con una sensibilidad como la suya, que Luzbel aparezca ya desde el inicio de la novela ¿significa que quizá en su propia vida ha estado presente ese personaje?

Sí, Luzbel es Satanás, el infierno. Seguramente tiene que ver con la idea originaria de haber nacido donde nací, un volcán en permanente erupción que llevo dentro desde niño y que me hace mirar las cosas así, pero sólo en mi literatura. El Luzbel mi vida es más bien de luz, cuando me pongo a escribir es el demonio. Me parece que el tono infernal le va muy bien a mi prosa, siempre contrapesado con grandes zonas de humor, sino la novela sería demasiado oscura, ilegible.  

En casi todo el libro hay un registro musical, a veces poético, otras narrativo pero siempre como para entender el ritmo de lo que está ocurriendo. 

 Así está escrito, soy un escritor de oído y además oigo música todo el tiempo mientras escribo, mi calistenia, mi ejercicio diario es oír música. Me levanto de madrugada, pongo música y me concentro en lo que voy a escribir.

Tardo mucho en llegar al punto de ebullición, paso varias horas errando por el texto hasta que llega un momento en que la música y lo que escribo llegan a un acuerdo y empiezo a escribir frenéticamente durante tres o cuatro horas. Escribo siempre a mano. Por eso mi prosa tiene ese aspecto de que corre mucho y de que es fácil de leer, pero me resulta muy complicado que lo que escribo sea tan fácil de leer. La facilidad sólo es la apariencia porque luego se dicen cosas incluso espesas.

Quizá esa tendencia a vestirse con la música para escribir explica frases como ésta: “Lo había visto surgir como un Dios del agua del tiempo”. 

El toro, la criatura más bella del entorno saliendo del agua es una imagen inagotable, y una negación de Darwin porque venimos de pequeños organismos acuáticos y millones de años después nos hemos convertido en diversas criaturas hasta llegar al homo sapiens, todos excepto las criaturas extraordinariamente bellas como este toro blanco que obvia todo ese proceso y sale de golpe. 

Me parece que es la metáfora de la belleza. La belleza no necesita ningún tipo de evolución, podríamos decir lo mismo de un tigre de Bengala, o de Artemisa. No se cuenta en la novela, pero estoy seguro de que Artemisa salió de golpe del agua.

Y a lo largo del tiempo seguía siendo igual de bella que cuando era la niña que sedujo Teodorico. 

Una belleza inagotable. Para redondear mi prosa, en esta novela ensayé una técnica para conciliar el sueño que utilizo desde joven. En lugar de tomar somníferos o tres tequilas empiezo a ensoñar antes de dormirme con alguna de las casas en las que he vivido, con mayor énfasis en la de Veracruz, que tiene muchos recovecos y pasillos, de tal modo que cuando pongo la cabeza en la almohada empiezo a ensoñar con la niñez, voy caminando por los pasillos y antes de llegar a mi habitación ya estoy dormido. Esta técnica la he utilizado los tres años en los que escribí esta novela, pero en lugar de ensoñar mis casas he ensoñado el plató de mi novela y así he estado cientos de veces con Artemisa en su casa viendo cómo se servía un whiski, cómo se peleaba con la criada, sus tribulaciones; he estado cientos de veces en el establo del toro sagrado, oliéndolo, viendo su increíble belleza; y he estado al lado de Teodorico en su castillo comprobando su increíble maldad. Después, al despertarme, cada día escribía lo que había ensoñado. Es una técnica narrativa que te regalo. Es muy fácil escribir novelas. 

Teodorico es la maldad del narco, tiene un poder omnímodo. 

Pero, en su caso, del narco como la cereza del pastel porque este poder le venía de lejos, es el poder de una persona de origen muy humilde que no quiere regresar de ninguna manera a su casita de adobe. Él sueña todo el tiempo que regresa a esa casita y mientras más sueña, más malo y más rico es. La ecuación de su vida sería: a más maldad y más riqueza, más distancia de la casita de adobe de la que viene. 

Este hombre inventa el daño por el daño, eso es crueldad, un grado mayor la maldad, su vanidad lo lleva a atemorizar a todo el que lo rodea. Es un personaje que da escalofríos. 

Hasta que se encuentra con la horma de su zapato.

Todo lo que hace Teodorico lo he oído por ahí, hay gente capaz de decir: Me desapareces este pueblo, me quemas las casas y, sobre todo, que estén durmiendo las familias dentro para que sirva de escarmiento; gente capaz de envenenar un río del que bebe el pueblo. Es una maldad inenarrable pero que existe, la contraparte de la bondad. Si no existiera Teodorico no podría existir el Dalai Lama.

Hay en él una venganza minuciosa.

Totalmente. Entramos de nuevo en el territorio del mito griego, los dioses griegos son tan crueles como Teodorico. Hay una imagen inolvidable para mí del hombre al que han castigado atado a un árbol con un tajo en el hígado para que las aves rapaces se lo vayan comiendo. Como el hígado es el único órgano que se autorreproduce, la idea es que se lo vayan comiendo durante toda la eternidad porque si le comieran el corazón moriría pronto y no habría tortura. Teodorico es ese tipo de Dios, el que te deja expuesto el hígado para que un buitre te lo coma durante toda la eternidad. Sus venganzas tienen esa dimensión. 

¿Ha tenido alguna vez deseo de venganza?

Un deseo romántico que se va en cuanto me siento y me tomo un café, la pulsión vengativa, pero nunca ha llegado a término. Me parece contraproducente.

Como lector he sentido que parece imposible un grado mayor de maldad, y sin embargo lo hay.

Yo he sentido exactamente lo mismo que tu al leerlo, aunque los dos tenemos lecturas distintas, yo porque lo he escrito y tu porque no lo has escrito. No tenemos la misma perspectiva, pero en términos generales el toro me parece la síntesis de los dos, es Artemisa y Teodorico, es el poder sordo e inexplicable pero también la belleza igualmente avasalladora. Y como ocurre en la relación que se cuenta, el toro está lleno de sombras, igual que la vida de Artemisa, no se saben muchas cosas de ella, el narrador ignora zonas de su vida porque me parece que lo que más seduce es lo que se ve poco, velado, grumoso y lo que se explica demasiado pierde todo su encanto. 

Hay paralelismos en el libro, uno es un trío: Lolita, el mexicano y el toro.

Yo también veo ahí a Drácula. En las primeras versiones de la novela iba definiendo los capítulos y el de la historia entre Teodorico y Artemisa se titulaba “Lolita”; y el episodio del castillo “Drácula”. Efectivamente es como tu dices, ahí se notan mis lecturas. El cruce entre la mitología griega y mexicana no es algo original mío, esa línea la definió mejor que nadie Alfonso Reyes, luego la aprovechó Carlos Fuentes; Octavio Paz y José Vasconcelos ensayaron sobre ese cruce, de manera que lo que yo hago es inscribirme en una tradición de escritores mexicanos que han sido forofos de las dos mitologías.

¿Esta historia tan inteligentemente contada trata también sobre el poder en México?

Sí, porque es en México, pero creo que es una historia acerca del poder puro y duro, el poder de la seducción y el poder de la destrucción. La novela recorre todo el espectro del poder.