Conmemoración

Antoni Tàpies, el pintor que jamás persiguió la belleza, cumple 100 años

Albert Serra realizará una película sobre el universo de Tàpies para celebrar su centenario

La década en que Tàpies se convirtió en Tàpies

Antoni Tàpies en el estudio Stoob de St. Gallen, 1993.

Antoni Tàpies en el estudio Stoob de St. Gallen, 1993. / Franziska Messner-Rast

Elena Hevia

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Una vez a Antoni Tàpies le preguntaron en TV3 cuáles eran las señas de identidad de su pintura y él respondió con toda sencillez que no lo sabía, que lo suyo era como escribir y que cada uno tiene su propia letra. Sea como fuere, está claro que los signos de reconocimiento de un ‘tàpies’ saltan a la vista. Vemos el barro, la tierra, el cartón deteriorado adheridos al lienzo. Vemos toda la gama de los ocres mezclados con el blanco, el rojo y el negro. Vemos los signos, los números, las cruces. Advertimos un misterio e intentamos atrapar un significado que quizá vincule lo más sublime con lo más cotidiano y ordinario, como nos recuerda la escultura que el artista colocó sobre la fundación que lleva su nombre, ‘nuvol i cadira’, una nube y una silla. El cielo y nuestra casa. 

Cuando se cumplen 100 años del nacimiento del artista el próximo día 13 y con ello se pone en marcha el Any Tàpies, con exposiciones como ‘La empremta del zen’ y ‘A=A B=B’ que culminará el próximo verano con la gran retrospectiva comisariada por Manuel Borja-Villel que se ha visto anteriormente en Bruselas y en el Reina Sofía de Madrid, bueno es recordar algunas de esas claves quizá no tan evidentes y conocidas. Tàpies ha sido posiblemente uno de nuestros artistas más internacionales de la segunda mitad del siglo XX, una pieza angular de la vanguardia y la abstracción, que logró lo más difícil: crecer en tiempos oscuros, cuando España y Catalunya eran lugares poco propicios para la libertad creativa y transgresora.

El amante de las letras

Hijo de familia pudiente, padre catalanista, madre hipercatólica, un hilo invisible marca buena parte de la creación del artista. Es el amor por los libros que va más allá de su contenido. A Tàpies le interesaban como objeto, de ahí su obsesión por las letras tan abundantes en su obra y la caligrafía oriental, un gusto que compartió con uno de sus mejores amigos y a menudo colaborador, Joan Brossa. La querencia bibliófila le venía de lejos, su abuelo era editor y también tenía una librería en la plaza de la Catedral, muy cerca de donde él nació en el número 39 de la calle Canuda. Durante la guerra civil las bombas destruyeron su casa natal y también la querida librería. La huella de ese dolor se expresará en unas obras que, según sus palabras, “jamás persiguieron la belleza”. 

Antoni Tàpies trabajando en la obra 'Palla i fusta' (1969).

Antoni Tàpies trabajando en la obra 'Palla i fusta' (1969). / F. Català-Roca - Archivo Histórico del COAC

De la espiritualidad en el arte

Como tanto otros de su generación -Josep Maria Castellet, por ejemplo-, una afección pulmonar le llevó a pasar un largo periodo en un sanatorio de Puig d’Òlena. Tenía 18 años. La estancia no solo le permitió leer ‘La montaña mágica’, de Thomas Mann, también le convirtió, según sus palabras en alguien más introvertido y tímido, en el Tàpies adusto que conocimos más tarde, vamos. Cuando regresó a Barcelona y a consecuencia de aquella afección padeció fiebres muy altas que le produjeron alucinaciones y un amago de infarto que hizo que la madre del futuro artista pidiera para él la extremaunción.

La experiencia cercana a la muerte fue el kilómetro cero de una introspección mística creciente que en su obra él llegó a definir como “materialismo espiritual”. A ello hay que añadir su interés por la mística oriental y en concreto por el budismo zen y su concepción del vacío. “Soy agnóstico pero también religioso”, solía resumir, contradictorio. En la Universidad Pompeu i Fabra llegó a construir una capilla laica para la meditación. 

El calcetín que finalmente encontró su lugar en la Fundació Tàpies.

El calcetín que finalmente encontró su lugar en la Fundació Tàpies. / El Periódico

La tapia y el muro

Tapia es un muro de barro que se hace de una sola vez con barro gracias a un molde. Así que es fácil pensar que en el apellido el artista llevaba ya inscrito de inicio su destino. La tapia, la pared, el muro sirve para enmarcar el encierro, pero también como espacio urbano puede contener grafitis anónimos. En 1969 el pintor escribía: “Mi sorpresa más sensacional fue darme cuenta de repente que mis cuadros se habían convertido en muros”.

Las ‘paredes’ del artista, en realidad cuadros que lo parecen, dan cuenta del paso del tiempo, del deterioro, de la materia que se puede arañar, cortar o ensuciar. Pero también exhiben los ciclos de la naturaleza, tan importante para él. Cuando en 1960 Tàpies decidió hacerse una casa-estudio en la calle Saragossa -años más tarde se compró una masía en Campins, en el Montseny- barajó las posibilidades de encargársela a Le Corbusier o a Coderch. Finalmente, fue este último el elegido porque tuvo miedo de que el suizo le hiciera “algo demasiado raro”, según sus palabras. 

El calcetín que “olía a pies”

Cuántos artículos, cuántas chanzas despertó el gigantesco calcetín de 18 metros que el artista proponía colocar en la Sala Oval del Palau Nacional, sede del Museu d’Art Nacional d’ Art de Catalunya (MNAC), en 1992. “Tomadura de pelo”, “aberración”, una escultura que “huele a pies” fueron los juicios de aquellos que consideran que el arte contemporáneo “no se entiende”. La apuesta era radical, como habían sido radicales todas las obras de Tàpies hasta el momento y desde luego no era lo que se dice “bonita”. Tampoco el artista la hubiera llamado así. Lo que sí era, es consecuente con su trabajo: ensalzar y sublimar las cosas sencillas no como representación sino utilizando el objeto mismo, trascendiendo su significación.

Los políticos, que quizá no estaban al tanto de la obra del artista, quedaron ‘ojipláticos’ frente a la maqueta: un calcetín real roto por el talón con alambres que lo sostenían. Pero incluso dentro del patronato del MNAC las opiniones se dividieron hasta que el proyecto acabó por descartarse. Resucitó 18 años después, en la terraza de la Fundació Tàpies a tamaño menor. ‘Solo’ 2,75 metros y con los chistes ya prácticamente olvidados. 

La sala Tarradellas con el mural de Antoni Tàpies.

La sala Tarradellas con el mural de Antoni Tàpies. / EFE / TONI ALBIR

La política y Jordi Pujol

Decía Alfonso Comín, padre del exconseller y mano derecha de Puigdemont, y a Tàpies le gustaba repetirlo: “Cuando el arte se pone al servicio de la política deja de ser arte”. Sin embargo, es evidente que en la obra del artista se ha filtrado la realidad convulsa del país como evidenciaba la exposición que la Fundació Tàpies en el 2018, mostrando cómo el proceso de Burgos o la muerte de Salvador Puig Antich fueron el tema de algunas de sus obras. Más que en su obra pictórica, el artista dejó su contestación en los numerosos carteles que realizó: en 1974 en la galería Maeght, su marchante en París, añadió en el cartel de la exposición la palabra ‘Assassins’… Faltaba un año para el que el dictador muriese.

Tampoco hay que olvidar su participación en la lucha antifranquista con la Caputxinada, en 1966, donde por primera vez desde la Guerra Civil se planteó la creación de un sindicato universitario democrático. Hoy cada vez que hay sesión del 'Consell de Govern' en la Sala Tarradellas de la Generalitat puede verse el mural dedicado a los cuatro cronistas históricos: Jaume I, Ramon Muntaner, Bernat Desclot y Pere el Cerimoniós, de todos ellos las únicas letras que aparecen en la obra son una J y una P, que las malas lenguas relacionaron con las iniciales de quien hizo el encargo: Jordi Pujol. 

El artista entronizado

Desaparecidos Picasso y Miró, de quien Tàpies siempre se consideró deudor, especialmente del primero, el pintor quedó como nuestro artista internacional por excelencia, de ahí la necesidad de crear un museo que formara un triángulo ideal con los de los dos anteriores. Cuando murió en el 2012 era el único artista español que tenía obra en la Tate de Londres, el MoMa de Nueva York y el Pompidou de París. Fue un rostro popular sin obligarse a ser simpático.

Por ello no sorprende la anécdota que Daniel Giralt-Miracle cuenta en sus memorias en las que un Juan Carlos I, embobado por las mujeres que asistían a una entrega de premios cultural, decide pedirle a Tàpies que le firme la escayola que en aquel momento llevaba en un brazo. Dicho y hecho, el artista logró a cambio que trasladasen a su hijo a Barcelona desde Canarias, donde hacía la mili. Además, dos años antes de morir ratificó su buena sintonía con la Casa Real recibiendo el título de marqués de Tàpies, creado ex profeso para la ocasión.