CRÍTICA DE LIBROS
'Teoría del tacto', de Fernanda García Lao: el desorden

La escritora argentina Fernanda García Lao
Que Fernanda García Lao (Mendoza, Argentina, 1964) teje y desteje el cuerpo es innegable, como es innegable que sus novelas ‘Nación Vacuna’ (2020) y ‘Sulfuro’ (2022) o que su poemario ‘Carnívora' (2022) son libros en carne viva que afilan el estilete con el que atraviesa una escritura dotada de una fuerza oracular sorprendente capaz de sentenciar que “leer y escribir para no sentir el cuerpo es una forma de suicidio” o preguntarse cómo “será vivir sin conciencia del tiempo”. Y todo ello es algo que puede decirse. Pero si hay una pregunta relevante para la literatura actual esa ya no es qué personajes pululan por qué tramas o qué tramas dan cuenta de qué personajes, sino más bien qué tipo de formas de vida cabe imaginar aquí y ahora, qué géneros dinamitar y qué voces silenciadas incorporar. Y en el caso de García Lao la vida imaginada es un mapa híbrido en que se anudan transgresión, locura, familia, maternidad, erotismo, sexo, culpa, redención, enfermedad, violencia y muerte con una cadencia aforística más que notable.
Los cuentos agrupados bajo el título ‘Teoría del tacto’ se inician fulgurantemente (“Ver es cálculo. El sonido, sugestión. Las palabras están crudas. Si las pruebo, ¿me enveneno?”) como queriendo mostrar que el cuerpo sigue estando en el centro de una poética que escarba en la montaña del dolor ajeno como si fuera propio y en la disolución de unas identidades que se unen entre sí en el anonimato. De ahí que muchos de los personajes de estos relatos sean seres innominados, habitantes de un espacio sin nombre que luchan por existir a pesar de un pasado que atormenta y que hiere: “El pasado es un aparato que daña cuando se queda quieto. La repetición no desactiva el duelo”. El peso que soportan en este libro no se adscribe a ningún género porque aquí la voz que habla tiene la cadencia, a veces, de un poema (“Hay un viento lluvioso que perdura en cada lengua”), a veces de una mínima narración dominada por una desvanecimiento que hiere (“Desde que soy solo, la carne me acompaña distinto, y quien dice carne dice palabra”), y si levantamos la vista, también juega un papel importante, en la estructura global del libro, un teatro de la crueldad donde el destino de un cuento obtiene su caja de resonancia tres relatos más allá. Aquel momento de “Seré una persona sin historia, me digo. Me voy a inventar entera. Yo me fundo y me gobierno” se actualiza en este “Cómo se sale de la vida, dónde está la sabiduría que no aprendí”.
Asumir el cuerpo, el tacto y la piel de los otros, sean lo masculino o lo femenino, y mostrar la paradoja que supone nombrar algo para convertirlo en una herida la mayor de las veces o en una pura contradicción (“Practico la contradicción como método de resistencia”) está en el centro de gravedad de estos relatos que formalizan el tormento de un pensamiento desordenado y que en el último y espléndido “Mis dos hemisferios” se torna súbitamente autobiográfico sin paliativos, como si lo que no tenía nombre o apenas tenía nombre, como si aquello que no tenía un lugar o apenas tenía un lugar ahora tuviera el nombre y el lugar, mostrando de este modo el foco paternal del que sale la escritura y los desplazamientos como el poder disolvente y desmantelador de las identidades fuertes.
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