Conde del asalto

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Ocaña en una imagen de archivo y en la portada del libro 'Ocaña, el eterno brillo del sol de Cantillana'.

Ocaña en una imagen de archivo y en la portada del libro 'Ocaña, el eterno brillo del sol de Cantillana'.

Miqui Otero

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Quizás aún lo veas en las Ramblas, entre estadounidenses sorbiendo 'smoothies' de mango y solteros en tiempo de descuento con sombreros mexicanos: Ocaña baja vestido de señora cantillanera del brazo de dos amigos. En algún momento, se levanta la falda dejando a la vista sus genitales o su trasero. Atrapa aplausos y cuchicheos. Y si sucede como el 24 de julio de 1978, cuando acabe su teatrillo la policía lo detendrá, cosas de la peligrosidad social, formándose una bronca fenomenal a la altura del Café de la Ópera

Lo más parecido ahora es la Marilyn que anuncia el Museo Erótico o una despedida de soltera con coronas de globos fálicos en las cabezas. Pero si uno insiste, sin nostalgias, aún puede intuir esa Barcelona del ruido. Y jugar a ver a una de sus grandes estrellas. 

Aquella detención de Ocaña, artista nacido en el pueblo sevillano de Cantillana, provocó una gran manifestación del Front d’Aliberament Gai de Catalunya. Salió de la cárcel unos días después: afirmó que había pintado la celda de Els Joglars y unos cuantos dibujos en papelillos de fumar. También que había dejado en la cárcel cinco novios… y muchos amigos. Un trimestre después se despenalizó la homosexualidad.

Nuevo libro

La figura de este artista sólo se entiende en esa época y, desde luego, sirve para entender aquellos años. Para hacerlo, uno puede leer un libro fenomenal, muy emocionante, recién editado por el sello DosBigotes: 'Ocaña, el eterno brillo del sol de Cantillana'.

De niño, cuando trabajaba como jornalero, recogía aceitunas, pero se detenía a ratos para coger flores. Dicen que vestía a las vírgenes, porque era algo así como jugar con muñecas sin que lo señalaran. Lo pillaron con chavales del pueblo. Hizo la mili en Madrid. Visitó los museos de París. Pero se encontró en Barcelona. Si no proviniera de ese lugar empapado de religión (con su obsesión por las vírgenes de la Asunción y la Pastora) no sería Ocaña, pero si no hubiera recalado en esta ciudad para respirar a su aire, tampoco. 

Más que travestirse, Ocaña se disfrazaba. Dicen que iba a los Encantes e intentaba que le cedieran mantones de manila a cambio de sus pinturas. Un día lo invitaron a una comida del Front d’alliberament gai: irrumpió vestido de violetera al grito de “Soy la Pasionaria de los mariquitas”. Ventura Pons, que allí estaba, lo filmó en el documental 'Ocaña, retrato intermitente', que los llevó a Cannes y a Berlín. Se prodigó en fiestas de la CNT y en el Canet Rock. Actuó para el burgués y el barrendero, la calle como escenario, y pintó sin tregua sus vírgenes y ángeles sexualizados en la plaza Reial.

Murió en llamas. Para unas jornadas de la juventud de su pueblo, en agosto de 1983, se vistió de sol, con un traje de tiras de papel de seda y un estandarte de papel maché coronado con bengalas. El invento se incendió y, por lo visto, cuando ya estaba ardiendo le gritó a un fotógrafo: “Sácame la foto de tu vida”. Falleció poco después. Hay incluso quien dice que no fue un accidente, ya que poco antes había dicho en la radio: “Si todos los maricones de mi pueblo tuvieran una bombilla en la cabeza, parecería un arbolito de Navidad”.

Cuando mi novia vivía en la calle Vidre, yo solía desayunar al lado de la plaza Real y, cada día, veía a Nazario, su gran amigo, en la barra. Y desde entonces a veces me parece verlo pisando fuerte el mosaico de Miró. No se entiende Ocaña sin Barcelona, pero, sobre todo, no se entiende Barcelona sin Ocaña.

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