QUEMAR DESPUÉS DE LEER

El exorcismo de Cat Power y Yorgos Lanthimos, por Laura Fernández

Cuando se reinterpreta una obra, se la devuelve a la vida, pero con un espíritu distinto. Hay creadores capaces de contener al otro, y es algo que no ocurre a menudo porque el respeto debe ser máximo, ¿y cómo medirse si no a Bob Dylan o Alasdair Gray?

Cat Power, Dylan, Lanthimos y Gray, invocados e invocadores.

Cat Power, Dylan, Lanthimos y Gray, invocados e invocadores. / Sara Martínez

Laura Fernández

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Cuando un artista reinterpreta a otro ocurre que ese otro artista queda atrapado, para siempre, en eso que ha creado y que ha dejado de pertenecerle. El año pasado, Cat Power decidió que iba a ofrecer el exacto mismo concierto que Bob Dylan ofreció en el Royal Albert Hall de Londres en 1966. Que iba a reinterpretar cada una de sus canciones, y a llevárselas a ese lugar en el que nada existe salvo la propia Chan Marshall, y esa voz que hace que desaparezca mientras canta, como desaparecía Nina Simone en cada actuación. Esta semana, ha publicado dos momentos —en forma de canciones— de tan histórico acontecimiento. En menos de un mes, publicará el resto, y cubrirá para siempre con su frondosa sombra la sombra del Nobel de Literatura.

Es curioso. El concierto de Dylan ni siquiera tuvo lugar en el Royal Albert Hall. Hubo un error en el etiquetado de las primeras copias, copias piratas, y nadie se atrevió a corregirlo. Poco importa. Se diría que la propia Chan Marshall (Cat Power) lo corrige, puesto que ella sí está en el Albert Hall (Dylan estaba en realidad en el Manchester Free Trade Hall). Respeta la parte acústica y la eléctrica, y hasta hay alguien que le grita "¡Judas!" desde el público como le gritaron a Dylan en su momento por pasarse a la guitarra eléctrica. Lo milagroso del resultado es que Marshall contiene el espíritu de Dylan en su voz, pero también contiene una infinidad de otros espíritus. Es por eso que cada nuevo álbum de versiones de Cat Power es una especie de invocación.

Cuando Marshall interpreta no lo hace como quien relata una historia, es decir, no lo hace a la manera de Dylan. No. Ella no narra sino que, de alguna forma, vive lo que está contando, y lo hace desde un yo repleto de matices. Un yo que parece necesitar la obra de otro para expandirse. Y no sólo eso. Un yo que necesita que la obra de ese otro sea algo único, forme parte, de algún modo, de la Historia, con mayúsculas. En su mítico 'The Covers Record', el álbum que la sacó del anonimato low-fi en el año 2000, todo eran pequeñas gemas de otro mundo, desde 'Wild is the Wind' hasta 'Sea of Love'. Cuando Marshall reinterpreta un clásico —aquí, un setlistcompleto— no lo devuelve a la vida sin más, lo transforma en un pedazo de sí misma. Lo posee y, a la vez, lo exorciza.

Similar es lo que ocurre con Yorgos Lanthimos. Lanthimos, el director de 'Canino' y 'La favorita', de 'Langosta' y 'El sacrificio de un ciervo sagrado' —todas angustiosamente fascinantes—, acaba de ganar el León de Oro en el Festival de Venecia. Lo ha ganado por su última película, 'Pobres criaturas'. 'Pobres criaturas' es la primera película de Lanthimos basada en una novela. La novela es una novela de Alasdair Gray. Alasdair Gray fue un Alan Moore risueño y feliz, un amante de la realidad expandida por lo fantástico, un creador de otros mundos luminosamente retorcidos. Lanthimos, por cierto, dirigió las ceremonias de apertura y clausura de los Juegos Olímpicos de Atenas (en 2004). Su padre era jugador de baloncesto. Su madre tenía una tienda.

Nada de eso importa ahora. Tampoco que de adolescente le gustase a la vez el cine de John Hughes y John Cassavettes, ni que jamás creyese que podría dirigir algo más que anuncios. Lo que importa es que su manera de invocar a Gray es exacta a la manera en que Marshall invoca a Dylan. Desde un yo repleto de matices en el que la obra de aquel es un extremadamente fiel punto de partida para algo más. Esa especie de exorcismo en el que un autor contiene al otro sin poder evitarlo porque su respeto es máximo. No ocurre a menudo. O no ocurre con ese nivel de perfección. Porque tampoco era sencillo plasmar lo perverso y lisérgico e inaudito de la obra de Alasdair Gray, el hombre que se pasó 30 años escribiendo una novela, su primera novela.

Estuve una vez con Gray. Corría el año 2013. Acababa de publicarse esa primera novela, 'Lanark', en español. Por entonces, Gray —que murió en 2019— tenía 78 años. Recuerdo que bebía cerveza y citaba a menudo a Robert Louis Stevenson, y decía que en su literatura, como en la de Stevenson, importaba más el viaje que el destino, y también, que "cualquier obra de arte es una crítica a la vida”. Recuerdo que dijo que jamás hubiera sido escritor si le hubiesen gustado los finales de las novelas que leyó de niño. Como no le gustaban, escribía sus propios finales. Así empezó todo para él. De alguna forma, también, invadiendo el espacio del otro, reinterpretándolo, llevándolo más lejos, o a otro lugar. Su propio lugar.

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