Crítica de libros
Crítica de 'Amor sin fin', de Scott Spencer: fuego, camina conmigo
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Sergi Sánchez
Crítico literario
Periodista cultural, colaborador de medios como 'Fotogramas', 'Rockdelux', 'Caimán Cuadernos de Cine' y 'La Razón'. Profesor de la Facultat de Comunicació Audiovisual de la Universitat Pompeu Fabra y jefe de departamento de Estudios Fílmicos en ESCAC.
Esta es una novela en llamas. Incendiada, literal y figuradamente. Empieza con un fuego provocado, en una escena extraordinariamente escrita, hasta el punto de que las palabras pueden producir quemaduras en el lector. Pero el fuego está en su narrador, que concibe su amor adolescente como uno de esos rituales paganos en los que hay que quemarlo todo para que los deseos se consuman. El amor de 'Amor sin fin', publicada en 1989, huele a tierra quemada: es un amor obsesivo, compulsivo y destructivo, y, sin embargo, todo el cúmulo de fatalidades que provoca de la mano de su fascinante protagonista, David Axelrod, capaz de incendiar la casa de la familia de su objeto de deseo para llamar su atención, se perciben como sucesos delirantes que obedecen a la lógica de la pasión. El impresionante trabajo de la prosa pirómana de Scott Spencer es hacer del fuego un personaje: el fuego arrasa pero hipnotiza.
Los ‘boomers’ que recordamos la primera adaptación cinematográfica de 'Amor sin fin' (¡Brooke Shields! ¡Franco Zeffirelli! ¡Diana Ross y Lionel Ritchie supurando azúcar!) alucinamos tanto como el propio Scott Spencer cuando asistió a su estreno, que relata en un jugoso artículo que publicó en 'The Paris Review'. Alucinamos porque, en su romanticismo neurótico, exacerbado, la novela es la antítesis de lo que podríamos calificar como “novela rosa juvenil”; en fin, porque es, en sí misma, el relato de una mente enferma, o lo que es lo mismo, enamorada sin los aditivos y colorantes que Zeffirelli le añadió. El amor es fuego y enfermedad, y el amor es también una fantasía. Es significativo que la chica por la que David es capaz de quemar el mundo, de pasar un tiempo en un sanatorio mental, de aprovechar una muerte para fomentar el reencuentro, esa chica llamada Jade Butterfield, esté ausente buena parte de la novela. En ese sentido, 'Amor sin fin' también puede entenderse como una versión pervertida del relato de amor cortés, un canto de sirena a un objeto de deseo idealizado que la palabra invoca como un mantra satánico. Amor cortés que, cuando se materializa en carne, cristaliza en un largo paréntesis de literatura erótica que haría las delicias de Henry Miller, donde el placer y la menstruación inundan de orgasmos y sangre una reconciliación marcada por la muerte.
Alrededor de David y Jade gravitan sus familias, y Scott Spencer consigue que cada una de ellas exista como un ente autónomo, y que, de algún modo, defina el carácter de los dos jóvenes. Son especialmente incisivos los retratos de las respectivas madres de los amantes, Rose y Anne, la primera porque es incapaz de entender a su hijo y la segunda porque, a pesar del fuego, lo entiende como si lo hubiera parido. 'Amor sin fin' es una novela hiperbólica, de emociones extremas, y por ello hay que creer en ella, sumergirse en sus códigos, que no solo son los que rigen el ‘amour fou’ sino también la voz de la juventud, que no entiende de grises, y que se desborda sin miedo a estrellarse en el vacío. Se ha comparado a David Axelrod con el Holden Caulfield de 'El guardián entre el centeno', pero este crítico le imagina como el James Dean de 'Rebelde sin causa' o el Warren Beatty de 'Esplendor en la hierba'. Ellos también podrían haber escrito que “lo que se encendió cuando te quise sigue ardiendo”.
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