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Alejandra Kamiya

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Ricardo Baixeras

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“Toda la oscuridad del mundo cabe en una habitación pequeña. Porque no deja intersticios como dudas. No distingue entre rincones o espacios abiertos, no hay para esa boca nada demasiado ínfimo ni demasiado grande. Es de lo que no tiene medida, como Dios o el miedo”. Con este inicio fulgurante del primer cuento de ‘La paciencia del agua sobre cada piedra’ Alejandra Kamiya (Buenos Aires, 1966) logra convocar alrededor de este libro de relatos el modo en que se nombra el silencio, la soledad, la memoria y la repetición. Es un libro contra la muerte (“El miedo no es más que ver la muerte, pero sin poder ponerle nombre. Ya nada tiene nombre porque los nombres se han desprendido de las cosas y las muerden”) y contra la resurrección (“¿Qué queda por hacer después de algo capaz de quitarle protagonismo a la muerte?¿Qué escribir después de haber escrito el secreto de una resurrección? No tenía ideas acerca de lo que iba a escribir. Solo debía hacer de nuevo lo que ya había hecho una vez: convertirse en puerta, dejarse abrir, pasar y ser palabra al fin”). Un libro como un despliegue sin fisuras que trata delinear con precisión cómo narrar lo que no está con la pretensión no velada de decir lo imposible. De ahí que en el vórtice del realismo innegociable de estos cuentos se cuele una delgada línea de extrañezas que los convierte en casi oníricos, en narraciones situadas en un intersticio, es decir, cuentan una historia como si estuviera a punto de desaparecer: “Ese es su modo. No hablan: están más allá de las palabras. Se expresan en sus gestos que no son más que las cosas que nos pasan. Han dejado atrás las palabras como quien abandona unas tijeras oxidadas o un balde agujereado”.

Despliega la autora una manera de dibujar la soledad como si fuera la espera que no se ve, de hacer con la ceremonia del té la búsqueda silenciosa de una identidad perdida, de acompañar la memoria olvidada de la madre como si fuera el dibujo exacto de los días repetidos, de explicar el mundo desde el punto de vista de un elefante, de unos gatos, perros, monos o grullas que tienen voz propia, para señalar al fin que toda la serie dibuja el contorno imperecedero de un duelo en el que la naturaleza juega un papel fundamental. En todos los casos se trata de narrar una ausencia porque una “presencia tiene un espacio limitado. La ausencia, en cambio, lo ocupa todo”.

Una muy medida consciencia narrativa es lo que revela este libro que el lector si quiere podrá leer como una episódica manera de entablar diálogo con un mundo simple pero de una contundencia despiadada. De la mano de antítesis recurrentes, comparaciones seductoras y un movimiento constante por dirigir los relatos hacia una prosa exigente Kamiya tensa su escritura con una cadencia muy marcada, un ritmo estático, en busca de una fraseo complejo en su simplicidad. Sean animales o personas los que hablan el lector tiene la impresión de que está leyendo una voz que está un poco más allá. Es como si se contaran las cosas desde lo ya dicho para avanzar hacia un terreno modesto pero que procede de un trato nuevo con una realidad granítica en su desnudez. 

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