CRÓNICA

Angélica Liddell: elegía folclórica de vanguardia

La creadora española más internacional sacude el festival Temporada Alta con un ritual en recuerdo de su madre muerta

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Manuel Pérez i Muñoz

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La contradicción, un peligro de trabajar con material autobiográfico. Nuestras percepciones cambian con el tiempo y luego todo queda por escrito. Si recordamos la obra ‘¿Qué haré yo con esta espada?’, Angélica Liddell se lamentaba en una larga diatriba por ser hija de una "tarada". Ahora, en ‘Una costilla sobre la mesa: madre’ plantea una elegía al ser que le dio la vida, y nos confiesa que después de odiarla durante 50 años la muerte las ha reconciliado. Nunca sabemos hasta qué nivel trasforma la realidad la inflamada literatura de esta creadora que levanta tanta expectación en cada una de sus visitas al festival Temporada Alta, con lista de espera el sábado en el Municipal de Girona.

Su teatro performático, altamente ritualizado y simbólico, ha vuelto a encauzar una senda muy fecunda al aferrarse al folclore que emana de los orígenes. Todo comienza con uno de esos escalofriantes monólogos en los que la Liddell, vehemente y escatológica, pone toda su rotunda técnica al servicio de un lamento. Presenta al ser humano en su momento final, reducido a la demencia, sangre y heces. "¿Dónde está el alma?", se pregunta siguiendo con la escurridiza idea de divinidad y trascendencia de sus últimas obras.

Un pequeño altar, foto de su madre incluida, toma forma como punto de fuga simbólico. Comienza a comparecer una fantasmagoría de personajes vestidos con espectrales trajes regionales de la Extremadura materna. Se ejecutan rituales de dolor y sacrificio, como el de los 'empalaos' de Valverde de la Vera. Un tono hierático va hilvanando cuadros saturados de imágenes poéticas no siempre alineadas. Como es costumbre, se relaciona lo sublime con el abismo de la angustia. Nadie dijo que fuera un teatro complaciente.

Un ‘quejío’ interminable

No dejó indiferente la presencia en escena de otro vanguardista insobornable, El Niño de Elche, que entre otras intervenciones se marcó como cantaor un estiradísimo ‘quejío’.  En consonancia con los textos, llevó su intervención hasta los límites de la mueca, hasta disolver la voz en guturalidad y saliva. Por su parte, el bailarín Ichiro Sugae provocó aún más extrañamiento al alternar danza japonesa y bailes regionales. Todo encaja y explota al mismo tiempo en este estudiado funeral: las citas de Faulkner, el manido ‘Canon’ de Pachelbel y una cabeza de cerdo lanzada por el escenario. Enfermedad y locura, el final de la vida donde el cerebro del moribundo vuelve a la infancia. Liddell representa ese sueño donde su madre trasformada en niña la llama para un abrazo. Se cierra el círculo.