Crónica teatral

'Elefant terrible', un videojuego escénico por pantallas

Eric Balbàs y Roger Torns nos embarcan en el Àtic 22 del Tantarantana en un viaje lleno de giros bruscos para plantear los peligros de la realidad virtual

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Manuel Pérez i Muñoz

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Nuestra escena teatral pública o subvencionada tiene mucho de virtual, por eso es sano y placentero darse baños de realidad en los espacios alternativos de la ciudad, esas despensas de talento donde se cocinan guisos llenos de sustancia. El Àtic 22 –la pequeña del Tantarantana, el off del off– acogerá hasta el 3 de febrero la joven propuesta 'Elefant terrible' de la compañía El Eje, con Eric Balbàs y Roger Torns de autores y protagonistas. Del último recordamos 'Habitat (doble penetració)', su capacidad para retratar tics milenials tras un plástico de oscuridad koltesiana.

En la antesala nos espera un dispositivo de realidad virtual, un prólogo casi descolgado que anticipa el juego del argumento: dos personajes a punto de abismarse en un entorno simulado tras unas gafas, la construcción de un mundo digital que bien podría tratarse de una metáfora de la escritura dramática, de como adaptar la realidad a nuestros deseos. Los protagonistas serán la carne de un videojuego que como los infiernos de Dante se desarrolla por pantallas.

A cada nueva fase se abre un nuevo encaje de relaciones, dos tipos que comienzan esquematizados entre un Torns neófito –con mucho recorrido interpretativo en su viaje introspectivo– y un Balbàs ejerciendo de guía, avanzando bruscamente con transformaciones radicales de carácter, con su momento de gloria bajo un pesado disfraz. Cada capa-escena parece más extraña que la anterior, y el caos aparente se irá sustanciando entre giros y sorpresas, de la distopía electrónica tipo Ballard al pastiche kung-fu más Tarantino.

Autoparodia y surrealismo

Se va ganando en audacia y diversión a medida que se abandona el tono solemne y esa acumulación de textos supletorios que aportan poco. La autoparodia de la parte central conecta con la vanguardia teatral más fresca, mientras el surrealismo del clímax desata una carcajada que salpimienta el siempre efectivo recurso de la nostalgia infantil. Se dejan algunos cabos sueltos, y es parte del juego que nos proponen. La gracia es que cacemos nuestro propio elefante en la sala, como algo evidente que ignoramos o no queremos ver.