Europa: derechos y desafíos

FRANCISCO LONGO

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Muchos europeos sienten que la crisis está eliminando o reduciendo derechos que creían consolidados. El empleo, el salario, la vivienda, las pensiones, la gratuidad -cuando menos aparente- de la educación o la salud son espacios vitales, extremadamente sensibles, donde los ciudadanos experimentan una creciente inseguridad y desprotección. Algunos discursos elaboran con esas sensaciones de pérdida una narrativa completa de la crisis y construyen sus proyectos políticos sobre la defensa de los derechos colectivos, amenazados por políticas de austeridad y consolidación fiscal. Hay razones explicables para todo ello. La pregunta es si ese compendio de percepciones, narrativas, discursos y programas que podemos bautizar como épica de los derechos ayuda a avanzar en la buena dirección.

Las sociedades europeas son, desde luego, sociedades de derechos. Los derechos son palancas de libertad e igualdad en las comunidades civilizadas. En ellas, el orden jurídico, además de protegernos de la intromisión ajena (la «libertad negativa» de la que hablaba Isaiah Berlin) y de reconocer nuestra capacidad para operar libremente en la esfera pública, nos brinda una base común de derechos sociales -más o menos amplia, pero independiente de la cuna y el origen- que persigue igualar las oportunidades para realizar nuestros proyectos de vida y dotarnos de protección frente a contingencias adversas. Esta es, justamente, la clase de derechos que la crisis está poniendo en jaque.

Sentado todo esto, interpretar y afrontar la crisis única o principalmente en clave de derechos puede introducir sesgos discutibles. Uno de ellos es dar por supuesto que los derechos sociales constituyen un conjunto armónico de ventajas para los distintos grupos humanos, cuyos avances o retrocesos nos benefician o perjudican en bloque a todos. En realidad, mantener estrictamente inalterados los derechos consolidados por algunos puede afectar negativamente a quienes no poseen sino expectativas que no han alcanzado una protección robusta, como los jóvenes, los que aspiran a un empleo, los empleados precarios o las personas de difícil empleabilidad. La épica de los derechos podría desconocer así la brecha, ya agrandada por la crisis, entre incluidos y excluidos.

Por otra parte, la visión de cualquier derecho como ventaja desprovista de externalidades negativas induce a menudo a confusión sobre lo que está en juego. Así ocurre, de un modo característico, en las controversias que afectan a los servicios públicos -sanidad, educación, transporte, medios públicos, etcétera-, donde proclamar los derechos de los usuarios a mantener la calidad y cantidad de las prestaciones sirve a veces para difuminar la presencia de intereses -legítimos, por otra parte- de los colectivos profesionales que los prestan. La agregación en mareas reivindicativas indiferenciadas esconde el hecho de que unos y otros derechos se fundamentan en intereses distintos que requerirían una expresión más transparente y que podrían, incluso, a veces, entrar en conflicto.

Pero lo más objetable de estos discursos es que se centran en la defensa del pasado más que en la conquista del futuro. Ciertamente, los europeos hemos construido las sociedades libres más cohesionadas e incluyentes que se han dado en la historia de la humanidad, y nuestra pretensión no puede ser otra que preservarlas. Ahora bien, los derechos sociales europeos se asientan sobre patrones de prosperidad basados históricamente en un enorme diferencial de rentas con otras regiones de la Tierra. Tras muchos de nuestros derechos se insinúa, a modo de imagen en negativo, la falta de derechos de otros en una parte mayoritaria del mapa del mundo.

Ese reparto territorial de riqueza y de poder se está yendo para no volver. La globalización, a la vez que saca de la pobreza a miles de millones de personas, traslada a nuestro continente percepciones de amenaza, incertidumbre e inseguridad, agravadas por una desigualdad creciente. El tiempo que nos toca vivir nos interpela sobre el modo en que debemos organizar el bienestar en el viejo mundo para hacerlo sostenible y poder legar lo esencial de nuestro modelo social a las generaciones futuras. Los europeos aspiramos a un mañana basado en derechos, pero el contorno de esos derechos necesita ser, probablemente, reformateado y conjugado con los nuevos equilibrios geoeconómicos planetarios.

Tenemos por delante enormes retos adaptativos. Por eso, puestos a construir una épica para este tiempo de Europa, mejor si sustituimos la épica de los derechos por la de los desafíos colectivos, la reducción de la desigualdad, la protección de los más débiles y la solidaridad entre generaciones. Al fin y al cabo, no hay derecho social más trascendente que el derecho al futuro.