El epílogo

El arte de provocar

JOSÉ A. Sorolla

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La provocación es el arte de llevar la contraria, de ir contracorriente. Se puede vivir de eso y ha habido conocidos provocadores que han pasado incluso a la historia. Es muy fácil. Basta con no tener moral ni ideología ni escrúpulos.

Lo malo del provocador es que es muy previsible. Pongamos unos ejemplos de actualidad. Si todo el mundo condena la pederastia ante el escándalo desatado por las revelaciones de que sacerdotes católicos abusaban de menores en diversos países, el provocador escribirá un artículo o hará declaraciones justificando la pederastia. Si un juez desmantela una red de corrupción, el provocador defenderá a los corruptos, especialmente si se cuentan entre sus amigos. Si el expresidente del Gobierno José María Aznar viaja a Melilla en pleno conflicto del Gobierno de su sucesor con Marruecos, el provocador elogiará la oportuna visita a la ciudad norteafricana. Si George Bush publica unas memorias que desatan la hilaridad y la perplejidad general, el provocador ensalzará la visión de Estado del expresidente norteamericano. Si los sindicatos convocan una huelga general en protesta por los recortes sociales y por unas reformas que el Gobierno se ve obligado a ejecutar, el provocador insultará a los sindicatos. Si la naturaleza castiga a Haití con un terremoto terrible o con una epidemia de cólera, el provocador no solo no lo lamentará, sino que se felicitará de lo sabia que es la naturaleza, que limpia de vez en cuando el mundo de pobres desgraciados.

Pero entre los provocadores también hay clases. Para serlo de verdad, el provocador debe ser consecuente hasta el final, aunque parezca una paradoja. Por eso es tan decepcionante la respuesta de un tertuliano del que se acaba de difundir una sarta de barbaridades dichas en el intermedio de un programa de televisión.

Una vulgaridad

En lugar de reaccionar con un «sí, lo he dicho, ¿qué pasa?», el provocador ha calificado de «atropello» e «indecencia» la reproducción de «una conversación privada» y ha escrito que «es imposible la convivencia si no se respetan los límites más elementales». ¡Qué vulgaridad!