Conflicto en Oriente Próximo

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Ciudadanos de la ciudad israelí de Ashkelon inspeccionan los daños sufridos en las calles tras un ataque lanzado desde la Franja de Gaza.

Ciudadanos de la ciudad israelí de Ashkelon inspeccionan los daños sufridos en las calles tras un ataque lanzado desde la Franja de Gaza. / MENAHEM KAHANA / AFP

Ricardo Mir de Francia

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Después de tres semanas encerrado en casa, pegado a la televisión y durmiendo en el pequeño cuarto seguro que tienen las viviendas más nuevas de Ascalón, Shimon Pur ha decidido finalmente volver al trabajo. Pero lo ha hecho casi de puntillas, sin dejar atrás la ansiedad que llega del cielo. A un paseo de la clínica donde trabaja como guardia de seguridad hay un edificio con un boquete en la fachada, un coche quemado y un escaparate troceado. Solo los negocios que prestan servicios esenciales siguen abiertos. Y miles de personas han sido evacuadas, dejando semivacía una de las ciudades más antiguas del mundo, pese a los bosques de hormigón que recortan su horizonte. “Estoy acostumbrado a oír los misiles de la Cúpula de Hierro desde pequeño, pero nunca habíamos tenido esta clase de explosiones. Es aterrador”, confiesa este veinteañero judío. 

La Cúpula de Hierro es el sistema antimisiles que protege el sur de Israel, pero está lejos de ser invencible. Desde que esta última guerra se pusiera en marcha con las atrocidades de Hamás en las comunidades israelíes de la periferia de Gaza, un ataque en el que murieron más de 1.300 personas, la mayoría, civiles, centenares de proyectiles has burlado el escudo. Ascalón ha sido la ciudad más bombardeada, un dudoso honor al que sin embargo está acostumbrada. Del millar de cohetes lanzados sobre la ciudad, 340 cayeron en espacios abiertos y 180 hicieron impacto directo, según fuentes municipales. Esos cohetes tienen menos carga explosiva que un misil, pero su tecnología rudimentaria los hace absolutamente indiscriminados. Cuatro personas han muerto en la ciudad y decenas han resultado heridas. 

Muchos de sus habitantes se sienten abandonados. Los cientos de millones de séquels prometidos por el anterior Gobierno para construir más refugios públicos y dotar a todas las viviendas de cuartos seguros, como se conoce a las habitaciones reforzadas con hormigón y puertas de metal que son obligatorias desde 1993, no han llegado. Cerca de 40.000 personas, casi un tercio de la población, carecen de ellas y muchos están furiosos con el Ejecutivo de Binyamín Netanyahu. “¡Nadie entiende lo que está pasando aquí! Más de 160 apartamentos han recibido impactos directos y siguen disparándonos. Quiero seguridad, no muertos”, protestaba hace unos días el alcalde de la ciudad, Tomer Glam, correligionario de Netanyahu.

"Nuevo Holocausto"

“El Gobierno no está ayudando. Tengo tres hijos y no pueden salir a la calle desde hace tres semanas”, afirma Hanan, un camionero de 42 años. Esta mañana de domingo no ha habido alertas y cada vez más gente sale a la calle, pero de fondo resuenan las explosiones de los ataques israelíes en Gaza, situada a solo seis kilómetros. Es como si la tierra regurgitara siniestras arcadas para recordarle constantemente a la población la guerra que no cesa. “Para nosotros el ataque de Hamás fue un nuevo Holocausto, quiero que la gente de Gaza pague”, dice Hanan expresando el sentimiento generalizado de venganza que se ha impuesto tras el shock inicial del ataque. A los que hay que unir el trauma colectivo y la reavivada vulnerabilidad inherente al pueblo judío. “No quiero paz, quiero que Gaza sea arrasada. No me importa que estén muriendo muchos niños. Si matas a mis hijos, mataré a los tuyos”, añade Hanan sin una pizca de ironía. 

Saliendo de Ascalón en dirección a los pueblos colindantes con el noroeste de Gaza, donde el ejército israelí impide el acceso a la prensa, hay campos quemados por el impacto de los cohetes. Camiones militares y jeeps con soldados ataviados para el combate circulan por las carreteras. Un grupo de estudiantes talmúdicos ha parado en el arcén para escuchar los bombardeos sobre Gaza. Columnas negras de humo irrumpen en el horizonte. La incursión terrestre de las tropas israelíes sigue en marcha. La artillería no descansa. Drones, helicópteros y cazas silban de tanto en tanto. No es fácil moverse porque hay muchas carreteras cortadas para dejárselas a los militares.

Desesperación en Gaza

La desesperación en la Franja ha alcanzado nuevas cotas. Durante la jornada, miles de personas irrumpieron a las bravas en cuatro almacenes de la UNRWA para llevarse sacos de harina, trigo y productos de higiene. “Es una señal preocupante de que el orden civil ha empezado a resquebrajarse”, dijo la agencia de la ONU para los refugiados palestinos, algunos de ellos originarios del mismo Ascalón que exige su castigo. No todos se expresan en los términos de Hanán o de Yossi Brook, un voluntario de Chabad --una corriente hasídica-- que reparte comida entre los poquísimos habitantes que quedan en Sderot. Apenas un 5% de sus 35.000 almas. Solo en el sur 25 localidades han sido parcial o totalmente evacuadas. “Hay que borrar Gaza de la faz de la tierra. No merecen vivir”, dice Yossi entre calles fantasmagórica tatuadas con las heridas de la batalla que aquí se libró contra los encapuchados de Hamás que acabaron atrincherados en la comisaría de policía hasta que fue volada con ellos dentro. 

Otros israelíes dicen sentir empatía por los civiles de la Franja, pero han comprado la narrativa oficial que convierte a todos los civiles de Gaza en escudos humanos y víctimas colaterales. “Es muy complicado operar en una zona tan densamente poblada, pero si hay actividad terrorista tenemos que actuar y es muy difícil hacerlo sin que haya bajas”, asegura Vlad Rzheutski, un fisioterapeuta de 28 años. Lo único bueno que a su juicio ha traído esta guerra es la pacificación temporal de la sociedad israelí. “Nos ha vuelto a unir, todo el mundo trata ahora de ayudarse”, afirma Rzheutski.

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