Terremoto político

La implosión del Partido Republicano de EEUU: incapaz de gobernar y de ser gobernado

La crisis en Gaza e Israel eleva aún más la presión para acelerar la elección de 'speaker', que no tiene un calendario determinado

McCarthy abre la puerta a volver a optar a un cargo al que optan Jim Jordan, un extremista apoyado por Trump, y Steve Scalise, algo más moderado

McCarthy juno aTrump

McCarthy juno aTrump / CARLOS BARRIA / REUTERS

Idoya Noain

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Los turbulentos acontecimientos políticos de la semana pasada en Estados Unidos, donde la destitución de Kevin McCarthy por una moción iniciada por ocho de sus más extremistas compañeros de filas ha dejado sin presidente y en parálisis total a la Cámara de Representantes, han desatado de nuevo alarmas nacionales y globales sobre la volatilidad política del país y las amenazas que se ciernen sobre su democracia. Pero sobre todo han vuelto los focos hacia la compleja y difícil realidad del Partido Republicano, una formación que, no en los estados pero sí en Washington, se confirma tan incapaz de gobernar como de ser gobernada.

De momento este martes la conferencia republicana se reúne para que se presenten sus dos candidatos, tras lo que se producirá una votación secreta para elegir el nominado, y el miércoles deberían iniciarse las votaciones para elegir al nuevo 'speaker'. Y la presión para una rápida resolución, que ya era elevada por la necesidad apremiante de aprobar presupuestos que permitan mantener operativo el Gobierno más allá del 17 de noviembre, o para cuestiones como la ayuda a Ucrania, ahora se ha intensificado por la crisis abierta en Israel y Gaza.

Uno de esos dos aspirantes es Jim Jordan, un radical congresista de Ohio que preside el comité judicial, es miembro del ultra Freedom Caucus y ha sido respaldado por el expresidente y favorito republicano para 2024, Donald Trump, pero que también plantea recelos en republicanos más centristas y cuya elección haría aún más difícil que hasta ahora la negociación con el Senado y con la Casa Blanca. El otro es Steve Scalise, un conservador algo menos extremo que Jordan y actual número 2 en la Cámara Baja. Y a la ecuación podría sumarse el propio McCarthy, que aunque el martes pasado anunció que no volvería a presentarse este lunes ha dejado la puerta abierta a hacerlo si suficientes de los republicanos que votaron por su destitución defienden ahora devolverlo al cargo.

Un terremoto a cámara lenta

Incluso en un espacio tan habitualmente favorable a los conservadores como un editorial de 'The Wall Street Journal' se aseguraba que lo sucedido con McCarthy "captura el degradado estado del Partido Republicano en esta era de ira". Y el liderazgo en el Congreso paga la factura por años en que se han explotado sentimientos populistas y se ha alimentado la rabia y el desprecio de las bases por las instituciones y por el propio partido, o al menos por el denostado "aparato".

Las placas tectónicas conservadoras que han estallado en este terremoto, al que aún quedan muchas réplicas, llevan tiempo moviéndose. Porque el proceso de radicalización aparentemente irrefrenable empezó al menos hace dos décadas. Tras plegarse en los años de mandato de George Bush a la revolución conservadora que impulsaron megadonantes como los hermanos Koch, el partido se subió a una ola populista y extremista abrazando al Tea Party.

Sobre el papel ese movimiento de bases que surgió en la presidencia de Barack Obama reclamaba recuperar con firmeza credos conservadores de reducción de déficits y del tamaño del Gobierno, así como frenar la agenda progresista demócrata. Pero bajo la superficie se movían corrientes más poderosas, como la rabia y el miedo ante un país que experimentaba profundos cambios demográficos y sociales. Y a la par que la izquierda avanzaba en políticas identitarias, en la derecha todo se radicalizó en temas de raza, género o inmigración.

Con la eclosión de las redes sociales y de un ecosistema alternativo de medios ultraconservadores, además, se fue dando prioridad a la política como espectáculo, en busca de las cámaras, del momento viral, de la atención que se aprovecha para recaudar fondos de pequeños donantes. Fue reduciéndose más el poder de los lobis, y del aparato. Se cerró prácticamente cualquier espacio al bipartidismo. Y todo culminó con la irrupción de Trump, que alimentó el desprecio hacia aparato e instituciones, nutrió el rechazo a cualquier cosa que sonara a compromiso e intensificó la deriva hacia el caos.

Todo el partido escorado

Las críticas de McCarthy y de sus aliados tras la destitución se han centrado en Matt Gaetz y los otros siete congresistas, en su mayoría de extrema derecha y miembros de Freedom Caucus (heredero del grupo que tuvo en el Congreso el Tea Party), que han decapitado a su líder. Pero de lo que no hablan es de su propia radicalización, y de la política de apaciguamiento hacia las corrientes ultra y hacia el trumpismo que han ido arrastrando al complicado lugar donde está hoy al partido, tan escorado a la derecha que ya solo quedan ocho republicanos genuinamente moderados en la Cámara Baja y tres en el Senado, según las clasificaciones que les da la poderosa Unión Conservadora Americana. Nunca desde que empezaron a hacerse esas valoraciones en 1971 había habido tan pocos.

McCarthy expresaba tras ser destituido su "temor" por "el futuro de la institución", algo que también hacía su aliado Tom Massie, y otros congresistas advertían de que su sucesor "será sujeto a los mismos ataques terroristas" de sus colegas más extremistas. Pero no se puede olvidar que Massie fue quien, en 2015, puso desde la derecha en marcha una moción para sacar de la presidencia de la Cámara a John Boehner, un republicano tradicional que tiró la toalla antes de ser expulsado. Ni tampoco que McCarthy, solo unos días después del asalto al Capitolio y tras haber expresado inicialmente su hartazgo con Trump y su intención de pedirle la dimisión (algo que negó pero está grabado) estaba en Mar-a-Lago rindiéndole pleitesía.

McCarthy también votó por revertir los resultados de 2020 e impidió que hubiera una comisión bipartidista que investigara el asalto al Capitolio. En enero, cuando logró tras 15 rondas de votaciones finalmente ser elegido (haciendo concesiones al ala ultra como la que permitió a Gaetz presentar la moción), también dio las gracias a Trump. Y durante nueve meses ha estado cediendo a las presiones de la extrema derecha, desde atacando al Departamento de Justicia por las investigaciones a Trump hasta poniendo en marcha el proceso para tratar de abrir un 'impeachment' a Joe Biden.

El peso de Trump

Otro congresista republicano, Don Bacon, aseguraba hace unos días que "la única forma de acabar con esto es tener un espíritu más bipartidista". Pero el bipartidismo ni está ni se le espera. Y el consenso es que nada podrá cambiar mientras el Partido Republicano no rompa con Trump, o deje de tomar su estilo de liderazgo como ejemplo, pero esa ruptura ni siquiera se intuye.

Una parte fundamental de las bases sigue mostrándole una fidelidad que roza la idolatría, y mantiene el apoyo inquebrantable, incluso reforzado, cuando el expresidente está imputado con 91 cargos penales en cuatro casos y enfrenta otros juicios, como el civil que se desarrolla en Nueva York que le acusa de fraude. Y Trump, pese a los malos resultados republicanos en 2018, 2020 y 2022, o pese a la escalada reciente en su retórica violenta, sigue siendo favorito abrumador para lograr de nuevo la nominación republicana para 2024. 

Fuertes en la derrota

En lo sucedido en el Congreso se ha expuesto una disfuncionalidad que los propios republicanos que preparan las elecciones de 2024 creen que pasará factura. Pero se también ve el auge de un tipo de conservadurismo que se hace más fuerte en la derrota; que se centra en evitar que pasen cosas, más que en legislar; que se entrega a la disrupción porque no tiene los votos para sacar adelante sus propuestas políticas. Y prolifera en un país donde el agresivo diseño de distritos ha creado mapas profundamente partidistas y donde todos los políticos viven bajo la amenaza constante de retos en primarias desde los flancos más incendiarios. "Ya no tienen incentivos para negociar. Los tienen para seguir en conflicto", reflexionaba Joseph Postell, politólogo en Hillsdale College, en 'The Washington Post'.

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