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Crónica desde Beirut, hogar de mil contrastes

La noche de Beirut es queer

Ciurdad refugio para distintos pueblos, la multicultural capital libanesa concentra lo bello y lo mísero del país

Iglesias y mezquitas en Beirut.

Iglesias y mezquitas en Beirut. / ANDREA LÓPEZ-TOMÀS

Andrea López-Tomàs

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Bajo su embrujo, hasta su nombre sabe dulce. Es Beirut. Pero la fascinación compartida por la capital libanesa despierta reproches entre su población. “Beirut no es el Líbano”, insiste incesantemente cualquier libanés. Y es cierto. Beirut no es el Líbano, pero todo lo bello y lo mísero del país habita en la ciudad. Su multiculturalidad y su amalgama de poblaciones refugiadas, castigadas, ignoradas llegan hasta la capital, tierra fértil para florecer. Los beirutís están hartos de oír hablar de su ciudad como la de los mil contrastes. Pero ellos, la mayoría, también llegaron algún día hasta esta urbe a orillas del Mediterráneo, cayeron en su encanto y ya nunca la dejaron. Caprichosa como ninguna, Beirut los recibe a todos pero no es de nadie.

Son muy pocos los libaneses originarios de Beirut. En este país, de apenas 10.542 kilómetros cuadrados, del tamaño aproximado de Asturias, conviven 18 confesiones religiosas reconocidas por el Estado. Todas ellas sin excepción se encuentran en la capital. Desde montañas, valles y costas, migran hasta Beirut en busca de mejores oportunidades. Una vez en la ciudad, suelen instalarse en los barrios cristianos o musulmanes en función de su credo. La guerra civil libanesa (1975-1990) acabó de delimitar estas zonas instalando una herida abierta en el centro de la ciudad que las separa. El' downtown' beirutí se convirtió en trinchera durante tres lustros. La especulación inmobiliaria de la posguerra lo condenó a permanecer un distrito fantasma. 

El dowtown, barrio fantasma en Beirut.

El dowtown, barrio fantasma en Beirut. / ANDREA LÓPEZ-TOMÀS

El ‘París de Oriente Medio’

Cada uno llega a Beirut con sus tradiciones y sus propias formas de vida. “Tú tienes tu Líbano y yo tengo mi Líbano”, escribía hace más de un siglo el icónico poeta Khalil Gibran. Así, la ciudad adopta el encanto exclusivo de los lugares de encuentro. Cinco comunidades islámicas, doce cristianas y una supuesta minoría judía imperceptible hacen del país un territorio difícil de explicar. Y la capital los une a todos. Beirut, puerto de entrada para la mayoría, siempre ha sido hogar para lo cosmopolita y lo provinciano. Lo viejo y lo nuevo conviven en forma de sencillas casas libanesas envueltas por rascacielos imponentes. Ya antes de la explosión del puerto de Beirut en agosto del 2020, era típico beirutí ver edificios impolutos junto a ruinas con décadas de polvo y casquillos de bala. 

Ruinas y reconstrucción en Beirut.

Ruinas y reconstrucción en Beirut. / Andrea López-Tomàs

Beirut, con todas sus aristas, es un recuerdo de lo que pudo ser, de lo que tal vez fue y no es. El mundo se atrevió a bautizarla el 'París de Oriente Medio’ por su fusión entre Este y Oeste, entre tradición y modernidad. Los europeos venían en busca de cultura: en las ciudades de Baalbek, Tiro y Biblos existen los templos romanos y santuarios fenicios más antiguos conservados. Ansiosos de jolgorio, los árabes viajaban persiguiendo una libertad que solo se podía encontrar en la capital libanesa, y sus gentes se han encargado de mantener parte de este libertinaje. “Pero Beirut no es París, Beirut es Beirut y no queremos que sea París”, declara Suha, una estudiante norteña residente en la capital.

Riqueza multicultural

Entre recordatorios de un pasado glorioso, su ciudadanía habita la capital brindándole de nueva vida, aletargada y mísera pero vida en definitiva. Casi dos millones y medio de personas habitan Beirut. Sus calles carecen de planificación urbanística, pero han sido refugio para muchos en el último siglo. Los armenios llegaron huyendo de los turcos durante la primera guerra mundial. En 1948, miles de palestinos se instalaron en tiendas en la ciudad para escapar del horror de los israelís, ansiosos por establecer su nuevo Estado. Ahora, comparten los campos y sus edificaciones precarias con los vecinos sirios que consiguieron llegar a la capital. También miles de trabajadoras domésticas migrantes, la mayoría de países del sureste asiático y África, se han instalado en Beirut en su búsqueda de una vida mejor, pero solo han hallado la esclavitud. 

Aunque la capital libanesa sirva de refugio, no los acoge en su seno como sí hace con los miles de expatriados libaneses que volverán a visitar a sus familias estas fiestas trayendo consigo dólares. Y es que el Líbano lleva tres años enfrascado en una de las peores crisis económicas del mundo desde 1850, según el Banco Mundial. Por eso, estas poblaciones marginadas, apartadas a los márgenes de la ciudad, salen de su encierro. En los barrios de moda un miércoles cualquiera, se concentran familias enteras pidiendo limosna y jóvenes que dejan su Ferrari al sirviente para tomar una copa en el nuevo sitio más 'chic'. Lo insultantemente rico y lo desoladoramente paupérrimo también se encuentran en Beirut. 

Pese al colapso y la violencia, la capital libanesa se ha quedado con algunos souvenirs de su época gloriosa. Hogar de una docena de universidades, Beirut se beneficia de uno de los índices de desarrollo humano más altos de la región, ya que el Líbano es el séptimo en el mundo árabe. En sus cafeterías, el árabe, el francés y el inglés conviven en igualdad mientras las calles son testigo de conversaciones en filipino, amárico o bengalí. Pared con pared, mezquitas e iglesias respetan su turno. El almuédano empieza a cantar cuando callan las campanas. De fondo, las carcajadas de un grupo de amigas, algunas embutidas en minifaldas y otras cubiertas por un hiyab, avivan el embrujo. Beirut no es de nadie, pero sin su riqueza de gentes, no sería nada.

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