Segunda vuelta de las presidenciales francesas

Hayange, el cinturón desindustrializado que vota a Le Pen

Por qué consiguió la ultraderecha más del 45% de los sufragios en la primera vuelta de las presidenciales en esta localidad, uno de los pocos ayuntamientos gobernados por la Reagrupación Nacional

Por qué consiguió la ultraderecha más del 45% de los sufragios en la primera vuelta de las presidenciales en esta localidad, uno de los pocos ayuntamientos gobernados por la Reagrupación Nacional

La antigua fábrica de Arcelor Mittal de Hayange.

La antigua fábrica de Arcelor Mittal de Hayange. / Enric Bonet

Enric Bonet

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La mirada de cualquier visitante recién llegado a la ciudad francesa de Hayange queda atrapada en el mismo punto. Un imponente complejo industrial, con tubos blancos y negros y naves visiblemente oxidadas, se eleva al lado de una vía ferroviaria. Los hornos de Arcelor Mittal simbolizan esta localidad del nordeste de Francia, con 16.000 habitantes y situada a apenas 40 kilómetros de la frontera con Luxemburgo. La historia de esta fábrica siderúrgica, cerrada desde 2013, no solo ilustra la desindustrialización de la franja septentrional del territorio galo, sino que también explica el gran apoyo electoral a la ultraderechista Marine Le Pen.

“Los habitantes de esta zona fueron traicionados tanto por los políticos de izquierdas como los de derechas. Los hornos industriales terminaron cerrando, a pesar de la promesa de François Hollande de lograr todo lo contrario”, declara a EL PERIÓDICO Fabien Engelmann, 42 años, alcalde de Hayange, una de la casi veintena de ciudades —todas ellas pequeñas o medianas con la excepción de Perpinyà— gobernadas por la Reagrupación Nacional (extrema derecha). De hecho, la elección de este edil ultra en 2014, luego reelegido con comodidad en marzo de 2020 en unas municipales marcadas por el covid-19 y una elevadísima abstención, estuvo marcada por el cierre de la fábrica de Arcelor Mittal, principal productor de acero en el mundo, cuya sede se encuentra en Luxemburgo.

El final fatídico de las industrias siderúrgicas de Hayange y Florange fue uno de los feuilletons que lastró el mandato de Hollande. En plena campaña presidencial de 2012 había visitado a sus obreros en huelga y les hizo creer que haría todo lo posible para evitar el cierre. El episodio marcó las conciencias, hasta el punto que inspiró la serie Baron Noir. Al final el presidente socialista, que entonces contaba como principal asesor económico con un tal Emmanuel Macron, firmó a finales de ese año un acuerdo con la multinacional. Eso permitió que ninguno de los trabajadores fuera despedido, pero certificó que las fábricas dejaran de funcionar. Unos 1.000 puestos de trabajo se perdieron en el histórico cinturón siderúrgico de la Lorena, según la CGT.

La desindustrialización, un terreno favorable para Le Pen

“El cierre de los hornos de Arcelor Mittal en 2012 representó el último capítulo de un intenso proceso de desindustrialización iniciado a mediados de la década de 1970 con la crisis del petróleo”, explica Pascal Raggi, profesor en Historia Contemporánea en la Universidad de Lorena. Según este historiador, “los comunistas y los socialistas pagaron las repercusiones políticas de este fenómeno”.

Muchos de los habitantes de la zona “sufrieron un desclasamiento social. El porcentaje de población por debajo del umbral de pobreza en Hayange es del 20%. En el caso de los jóvenes activos supera el 30%. Todo esto representa un caldo de cultivo propicio al voto para Le Pen”, recuerda el politólogo Etienne Criqui, buen conocedor de este cinturón siderúrgico y minero. 

La aspirante ultranacionalista superó el 38% de los votos en esta localidad en la primera vuelta del 10 de abril. “En la última década ha pasado de lograr el 27% en 2012 a casi el 39%”, destaca Criqui. Si se tienen en cuenta los sufragios del polemista Éric Zemmour, la extrema derecha alcanzó el 45% en una ciudad cuyos vecinos disimulan cada vez menos su simpatía por la xenofobia lepenista. Segunda en el conjunto del país con el 23%, Le Pen fue la más votada en todos los departamentos (provincias) del norte de Francia con la única excepción de Alsacia, históricamente una región moderada. En cierta forma, este cinturón septentrional, duramente sacudido por la desindustrialización, representa el equivalente francés del Rust Belt, clave en la victoria de Donald Trump en 2016.

“No soy racista, pero me opongo a que demos tantas ayudas”

“No quiero que haya extranjeros en Francia, sobre todo no me gustan los árabes —palabra despectiva para referirse a los franceses de origen magrebí—, que no paran de liarla robando y vendiendo droga”, reconoce Christian, 63 años y que trabaja como fontanero, tras haberse tomado una pinta en un bar del letárgico centro de Hayange

“Estoy harta de los políticos. Los hemos probado de todo tipo, de derechas, de izquierdas… ¿Por qué no lo intentamos ahora con Le Pen?”, afirma Lydiane, 62 años, una vendedora de flores jubilada. “No soy racista, pero me opongo a que demos tantas ayudas a toda esta gente que no hace nada y se pasa el día en el sofá”, se defiende esta hija de inmigrantes italianos. “¿Le parece normal que tras haber trabajado 45 años cobre una pensión de solo 822 euros?”, añade llena de resentimiento, mientras ayuda a una amiga a preparar ramos de flores en una tienda.

Es Viernes Santo —un día únicamente festivo en esta zona del nordeste debido al Concordato— y las calles de Hayange están casi desérticas. Antaño conocida por su frenética actividad industrial, ahora se ha convertido en una ciudad dormitorio sin alma. “Antes era una zona muy rica, conocida como la Texas de la Lorena. En Hayange teníamos un hospital, una comisaría de policía e incluso un tribunal judicial. Todo eso desapareció”, lamenta Catherine, 77 años, mientras toma un café con un par de amigos en una terraza, situada entre una iglesia de estilo neorenacentista y el Ayuntamiento, cuyo edificio con una fachada ocre solo destaca por su torre con un reloj, con una forma parecida a la de una fábrica.

“Cada vez disponemos de menos servicios sanitarios y el hospital de Thionville —una localidad cercana de 40.000 habitantes— está saturado”, denuncia Engelmann, reproduciendo el habitual discurso de Le Pen sobre la desaparición de los servicios públicos en la “Francia periférica”, el equivalente galo de la “España vacía”. A este alcalde, que en el pasado había militado en la CGT y en la izquierda troskista, le gusta presumir que “la RN es el primer partido de los obreros de Francia”. 

A pesar de ello, ha gestionado la ciudad como si fuera el típico alcalde conservador, centrándose en mantener las calles limpias y seguras. “Se ha ocupado de la ciudad como si fuera su conserje, pero le falta una visión social. Ha suprimido 70 puestos de trabajadores municipales y también ha recurrido a empresas privadas para delegar una parte de los servicios públicos”, critica Gilles Wobedo, militante de la izquierda insumisa que se presentó en una lista de oposición en las anteriores municipales. Algunas de las medidas más antisociales de este Ayuntamiento ultra fueron un decreto contra las personas que piden limosna en la calle o el haber cortado la luz y el agua a la asociación humanitaria, de inspiración comunista, Sécours Populaire. “A los voluntarios de asociaciones caritativas les digo que no se metan en política”, reconoce Engelmann.

División de opiniones entre los votantes de Mélenchon

“Después de su elección en 2014, estuve varios años sin poner los pies en Hayange”, asegura Antonio Lorio, 59 años, sobre un alcalde ultra detestado por algunos pero también valorado positivamente por muchos vecinos, también aquellos que no apoyan a la extrema derecha en los comicios nacionales. Tras haber votado en la primera vuelta al insumiso Jean-Luc Mélenchon —el segundo más respaldado en la ciudad con el 20,9% por delante Macron (20,16%)—, este militante del Partido Comunista no tiene ninguna duda de que en la segunda apostará por el presidente saliente. 

En Hayange, sin embargo, no todos los electores melenchonistas, cuya bolsa de casi el 22% de votos se ha convertido en el tesoro más codiciado en el país vecino, comparten la misma opinión. “No me gusta Le Pen porque es una racista, pero la voy a votar, ya que estoy harta de Macron”, afirma Lola Klis, 19 años, que no duda en insultar al dirigente centrista y le reprocha que “promete muchas cosas, pero luego no las cumple”. 

Esta joven cajera de supermercado pasaba la tarde del viernes tomando una lata de Coca Cola y sentada en una fuente junto con su novio de origen turco. Delante de ellos había un gran dibujo en la fachada de una casa que reproducía las prósperas calles de Hayange a finales del siglo XIX. Este tipo de murales se repetía en varios edificios. Una nostalgia por el pasado que favorece la escucha del canto de las sirenas del lepenismo.

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