una historia de superación

La realidad de las 'villas miseria' argentinas

Romina Escalante, una madre exadicta de las villas argentinas.

Romina Escalante, una madre exadicta de las villas argentinas. / periodico

Begoña González

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En Argentina existen 4.228 barrios populares o villas, que en conjunto ocupan un total de 330 kilómetros cuadrados, una extensión mayor que toda la ciudad de Buenos Aires. Desde 1991 hasta la actualidad, su población se ha multiplicado casi por cinco. De las 52.000 personas registradas en 1991, en el 2017 había contabilizadas más de 250.000, según el último Informe de trabajo sobre las villas porteñas presentado en ese mismo año por el Observatorio de la Deuda Social de la Universidad Católica Argentina (ODSA) y la Defensoría del Pueblo.

Estas barriadas marginales de la capital argentina, las ‘villas miseria’, como se las conoce popularmente, surgieron como consecuencia de la crisis de los años 30 cuando las masas de migrantes del interior del país y países limítrofes fueron atraídas por las ventajas de empleo en el Área Metropolitana. Aún actualmente, estas adaptaciones argentinas de las favelas brasileñas son lugares donde la pobreza y la droga abundan entre sus precarias construcciones, pero Romina, una de sus habitantes que sufrió problemas de drogodependencia, se empeña en explicar como también son un lugar amable y lleno de esperanza. “Las Villas son el sitio donde me abrazaron y me ayudaron cuando en otros lugares donde hay riqueza me marginaron y me ignoraron”, asegura.

“Empecé a drogarme con 11 años”

Romina Escalante nació en Buenos Aires hace cerca de 40 años, pero a los 11 su camino se truncó tras su primer tonteo con el mundo de las drogas. “Yo era muy chica la primera vez. Fumé porros porque todos mis amigos lo hacían. No mucho después tomé cocaína por primera vez y continué hasta que me lo pedía el cuerpo”, explica con la voz firme y la mirada fija en su pequeña, Francesca, que no deja de corretear por la Parroquia de Santa Anna, en la Plaza Catalunya de Barcelona, una de las comunidades que, movida por el mandato del Papa de convertir las iglesias en hospitales de campaña, ha iniciado un proyecto parecido con los más necesitados.

Ahora, unas cuantas primaveras después, Romina, conocida como ‘La Rucu’ en la villa, explica que en esa época fue adicta, entre otras drogas, al ‘Paco’, una sustancia barata, similar al crack, hecha con las sobras de los procesos de fabricación de otras drogas como la cocaína y procesada con ácido sulfúrico y queroseno que tiene graves efectos en sus consumidores. Sobre todo en el caso de los más pobres, quienes quedan más expuestos a este tipo de sustancias sintéticas de baja calidad. Se estima que esta devastadora sustancia provoca la muerte de decenas de menores al mes en Argentina, donde hay niños de incluso ocho o nueve años que la consumen. Según las últimas estadísticas reveladas en abril por el gobierno argentino, un total de 2,7 millones de argentinos cayeron por debajo de la línea de pobreza en un solo año. De esos, unos 800.000 viven en la indigencia, cosa que les hace especialmente vulnerables a este tipo de adicciones.

Durante los años que malvivió en las profundidades de la villa, Romina perdió el contacto con su familia . Tras encomendarles a sus cuatro hijos para seguir drogándose, no volvió a dar señales de vida, hasta tal punto que llegaron a creer que había muerto calcinada. Años más tarde, después de tener a su quinto hijo, Luca, empezó su proceso de rehabilitación en el ‘Hogar de Cristo’ de San Alberto Hurtado, en la villa 21-24, una de las más violentas de Buenos Aires. “Yo nunca quise buscar ayuda. La ayuda vino a mí. Estuvieron años acompañándome en la calle. A veces solo se acercaban a traerme un vaso de zumo o un bocadillo”, explica acerca de los curas y voluntarios que la ayudaron.

“Las entiendo perfectamente”

Ahora, tras un largo y tortuoso proceso de rehabilitación, Romina cuenta su historia mientras ayuda a otras madres con problemas de adicción a salir de dónde no hace tanto estuvo ella. “Me pongo en la piel de una madre que es adicta y la entiendo perfectamente porque yo pasé por eso”, asegura Romina. “En su día no tuve contacto con mi familia porque estaban cansados de que yo estuviera todo el día puesta. Ahora pienso que dejar a mis 4 hijos con ellos creo que fue el mayor acto de amor que he hecho jamás. Me di cuenta de que no era capaz ni de cambiar un pañal cuando iba bajo los efectos de las drogas. Por suerte, jamás les ocultaron que yo era su mamá”, añade.

Romina asegura que su vida dio un vuelco al quedarse embarazada de su quinto hijo, Luca, pues tras ello, ante el miedo de perderle a él también, ingresó en un centro e inició un complicado camino hacia la desintoxicación. “Ese acompañamiento solo ocurre cuando la gente lo hace de manera voluntaria. No cuando lo paga el Estado. Yo estaba enferma en la calle y venían a las 6 de la mañana cada día a buscarme para ponerme las inyecciones. He llegado a estar embarazada y pasarme 15 días sin dormir ni comer hasta quedar moribunda en la calle porque solo pensaba en drogarme”, asegura Romina que se reafirma en que el proceso fue difícil. “Estuve internada en la comunidad, pero cuando salía, volvía a consumir. Me volvía a equivocar y me seguían acompañando, continuaban buscando planes de vida para mí”, añade agradecida la ahora voluntaria.

Después de superar el proceso de desintoxicación, Romina ha formado una familia junto a Flavio, con quien ha tenido una hija, Francesca, y junto a quien ahora es voluntaria en los Hogares de Cristo. Actualmente, además, la familia acoge en su casa a Isaías, un niño cuya madre está en una situación de consumo similar a la que Romina padecía antaño, a la espera de que se desintoxique. En su trabajo de acompañante, utiliza su experiencia pasada para ponerse fácilmente en la situación de todos los que llegan y además ir cerrando viejas heridas que le hizo la vida.