MUERTE DE UN ICONO MUNDIAL - LA BIOGRAFÍA

El mago del arcoíris

Mandela, el último gran revolucionario del siglo XX, supo devolver la dignidad a una nación humillada y pisoteada

ROSA MASSAGUÉ
BARCELONA

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Hay fechas grabadas en la memoria y el 11 de febrero de 1990 es una de ellas. Aquel día todo el mundo pudo seguir en directo la salida de Nelson Mandela de la cárcel. No era la salida de un preso político cualquiera. Mandela era la esperanza de un pueblo humillado y pisoteado, sometido a lo que calificó de «genocidio moral», al apartheid.

El hombre delgado, de pelo gris y sonriente que abandonaba el penal Victor Verster, había pasado 27 años entre rejas. Tenía entonces 72, pero le quedaban por delante los mejores años de su vida. Con su autoridad moral devolvió la dignidad y sus derechos a la población negra y supo evitar lo que muchos pronosticaban que estallaría, una guerra civil de blancos contra negros. Con la reconciliación como arma, ganó.

Mandela ha sido el último revolucionario del Tercer Mundo en una época en que la lucha por la libertad les llevaba a la cárcel de la que salían como jefes de Estado. Muchos traicionaron después el ideal por el que habían luchado. Mandela no.

INFANCIA Un nombre que era premonitorio

Mandela nació en una aldea del Transkei, en una familia de la realeza tribal xhosa, del clan Madiba. Quizá de forma premonitoria, su nombre era Rolihlahla, que significa alborotador. Lo de llamarle Nelson fue obra de la maestra de la escuela metodista que frecuentó. Fue muy buen alumno y estudió siempre que pudo, ya fuera de joven en Johannesburgo donde trabajaba o, años después, cuando ya era abogado, en la cárcel.

Según su biógrafo Anthony Sampson, el metodismo en el que fue educado no le dejó una huella religiosa, pero sí le influyó el ambiente puritano de la escuela, la disciplina estricta y el ejercicio mental de despojar las ideas de todo lo accesorio y dejarlas en lo realmente esencial. De la cultura africana absorbió el concepto que encierra la palabra ubuntu y que explica la individualidad a partir de los demás, implica compartir y estar en armonía con la creación.

La inesperada victoria en 1948 del afrikáner Partido Nacional, defensor de la segregación racial, empujó a Mandela como a tantos otros negros a la lucha política en la organización Congreso Nacional Africano (CNA). En un primer momento, bajo la influencia de Gandhi (también había sido abogado en Sudáfrica, donde desarrolló campañas de desobediencia civil) Mandela defendía la no violencia. La matanza de Sharpeville le cambió.

EL IDEAL Contra la dominación blanca y negra

En marzo de 1960, una campaña pacífica contra los pases que estaban obligados a llevar los negros acabó en un baño de sangre. En Sharpeville, un distrito segregado del Transvaal, la policía disparó contra los manifestantes. Murieron 69 personas y 180 resultaron heridas, la mayoría por la espalda.

Meses después, en 1961, Mandela era el líder del brazo armado del CNA. Al año siguiente fue detenido gracias a la colaboración de la CIA. En su alegato al final del juicio que le condenó a cadena perpetua por sabotaje, Mandela espetó a los jueces: «Durante mi vida me he dedicado a la lucha de los africanos. He luchado contra la dominación blanca y he luchado contra la dominación negra. He mantenido el ideal de una sociedad libre y democrática en la que todas las personas vivan juntas en armonía y con igualdad de oportunidades. Es un ideal que espero alcanzar y por el que espero vivir. Pero si es necesario, es un ideal por el que estoy dispuesto a morir».

LA CÁRCEL Dueño de su destino, capitán de su alma

Mandela pudo vivir para verlo, y también para protagonizarlo, pero antes tuvo que permanecer recluido 27 años, la mayor parte en el siniestro penal de Robben Island. Allí solo podía recibir una carta y una visita cada seis meses. Y allí, en 1969, conoció la muerte en un accidente automovilístico de su hijo mayor sin poder asistir a su entierro.

También allí, según contó a Sampson, aprendió mucho: «Tienes tiempo de pensar, de alejarte de ti mismo, de mirarte desde la distancia, de ver las contradicciones que hay en uno mismo». Allí, en Robben Island, hizo suyos dos versos del poema Invictus del poeta victoriano W.E. Henley: «Soy el dueño de mi destino, el capitán de mi alma», versos que repetiría a lo largo de su vida.

En la cárcel, Mandela se convirtió en el gran líder del ANC. Su autoridad le convertía en el único capaz de negociar y así lo entendió el presidente P.W. Botha, un sólido defensor del apartheid que a principios de los años 80 vio como se le multiplicaban los problemas que una nueva Constitución, siempre segregacionista, no conseguía resolver.

Había disturbios en escuelas y universidades, conflictos laborales, protestas de indios y mestizos, boicot al pago de alquileres e impuestos. La sequía había disparado los precios. Botha autorizó los primeros contactos con el preso. Libertad a cambio de renunciar a la violencia.

Las negociaciones duraron cinco años. Botha fue sustituido por Frederick de Klerk. Al final, llegó la libertad aquel 11 de febrero de 1990. Pero en su primer discurso como hombre libre dejó claro que ni él ni el CNA habían renunciado a nada: «Los elementos que hicieron necesaria la lucha armada todavía existen. No tenemos otra opción que seguir. Manifestamos la esperanza de que pronto pueda generarse un clima que lleve a un acuerdo negociado de modo que ya no haya ninguna necesidad de recurrir a la lucha armada».

Costó mucho generar aquel clima en un país tan polarizado por el apartheid, pero los negros habían encontrado a su padre, y el mundo entero, un icono. Su popularidad era mucho mayor que la del CNA. Mandela había salido de la cárcel de la mano de su segunda esposa, Winnie, con la que había tenido dos hijas, pero era una imagen que poco respondía a la realidad. Al margen de cuestiones personales, reflejaba los conflictos internos en el seno del CNA. Ambos se separaron en 1992.

Las negociaciones para el establecimiento de una verdadera democracia multirracial avanzaban poco. Había una gran desconfianza, particularmente por parte de los líderes negros, desconfianza no compartida por Mandela, quien, pese a su largo encarcelamiento, no demostraba albergar rencor alguno. Un hecho aceleró el proceso. En abril de 1993, Chris Hani, uno de los líderes del CNA, fue asesinado por un inmigrante polaco como parte de un complot para abortar las negociaciones. Los ánimos se caldearon y no se podía descartar un estallido de violencia a menos que...

A menos que Mandela se dirigiera a la nación como si ya fuera el presidente: «Esta noche me dirijo a todos los sudafricanos, blancos y negros, desde lo más profundo de mi ser. Un blanco lleno de prejuicios y odio ha venido a nuestro país a cometer un acto tan abyecto que nuestro país se balancea al borde del desastre». Añadió: «Es la hora de que todos los sudafricanos permanezcamos juntos contra aquellos que, desde cualquier dirección, desean destruir aquello por lo que Chris Hani dio su vida, la libertad para todos nosotros». Mandela y De Klerk recibieron el Premio Nobel de la Paz.

LA MAGIA El fin del régimen ignominioso

Un año después, el 27 de abril de 1994, Sudáfrica vivió sus primeras elecciones plenamente democráticas y Mandela fue elegido presidente de la nación del arco iris. Que un hombre que había pasado 27 años en la cárcel de un régimen ignominioso reclamara la reconciliación de negros y blancos y lo consiguiera era, como dice el historiador R.W. Johnson, «magia».

Pero a Mandela aún le quedaban algunos trucos por emplear. Muchas heridas que había dejado el régimen racista seguían abiertas y la pérdida del poder por primera vez en la historia trastornaba a los blancos que se sentían amenazados. El presidente echó mano del deporte. Como explicaría al periodista John Carlin, autor del libro El factor humano, Mandela descubrió que el deporte puede transformar el mundo: «Tiene el poder de inspirar, de unir a la gente como pocas otras cosas... Tiene más capacidad que los gobiernos de derribar las barreras raciales».

El rugby es el deporte nacional en Sudáfrica y allí se jugó la Copa del Mundo en 1995. El Springboks, el equipo nacional, había sido el de la minoría blanca y era odiado por los negros. Mandela pidió el apoyo de la mayoría al equipo que había llegado a la final. Tras una victoria agónica, el presidente vistió la camiseta del capitán, el afrikáner François Pienaar, para entregarle el trofeo. Aquello fue un golpe genial en el difícil proceso de construcción de una nación multirracial.

Al acabar su mandato en 1998, renunció a volver a presentarse, pero no abandonó la escena pública, ni tampoco calló ante lo que consideraba condenable. Aquel hombre que, con sus vistosas camisas, no se avenía a formalidades y llamaba Elizabeth a la reina de Inglaterra y Bill a Clinton, condenó con dureza la guerra de Kosovo y la de Irak.

El día que cumplía 80 años se casó por tercera vez. Lo hizo con Graça Machel, la viuda de quien fue presidente de Mozambique. Con ella creó una fundación por la infancia. Su última aventura fue la creación de The Elders (2007), un grupo de jubilados de la política, como Kofi Annan, Jimmy Carter o Mary Robinson, para colaborar en solucionar conflictos.

EL ERROR Un silencio roto demasiado tarde

Mandela supo afrontar los problemas de la sociedad sudafricana. Sobre todo, supo transmitir la esperanza de un futuro en paz, pero no supo lidiar con una grave cuestión que en los años 90 estaba diezmando a la población a un ritmo de 800 muertos al día. Era el sida. En una sociedad como la xhosa a la que pertenecía Mandela, el sexo era tabú y como tal no se trataba en público.

Mientras ocupó su cargo, Sudáfrica se convirtió en el país más afectado por la enfermedad. «No obstante, Mandela raramente pronunció la palabra sida», escribió Stephanie Nolen en 28 historias de sida en África (Kailas). Edwin Cameron, juez del Tribunal Supremo y él mismo enfermo de sida, dice en el mismo libro: «Un mensaje procedente de este hombre al que se veía como un santo, casi como un dios, habría resultado sumamente eficaz. Pero no lo hizo. En casi todos los sentidos, él fue el salvador de nuestro país. Pero hay uno en el que no lo fue».

Tras dejar el poder, Mandela empezó a hablar de la cuestión, incluso asistió en Barcelona, en el 2002, al congreso internacional, pero lo hacía desde una posición complicada. No estaba de acuerdo con la política nefasta sobre el sida seguida por su sucesor, Thabo Mbeki, pero no quería perjudicarle. Mantuvo esta actitud hasta el 6 de enero del 2005. Aquel día convocó a la prensa: «Les hemos citado hoy para anunciarles que mi hijo acaba de fallecer de sida. Demos toda la publicidad necesaria a esta enfermedad y no la ocultemos». Makghato tenía 54 años.

Nadie es perfecto, ni siquiera Tata Madiba, el padre Madiba, pero personas de su fuste son un fenómeno raro. Los sudafricanos le deben estar siempre agradecidos. Y nosotros también.