LA APOTEOSIS

«Somos libres»

El país se echa a la calle para celebrar la dimisión en una noche larga e inolvidable

Soldados egipcios celebran con niños en sus brazos, en la plaza Tahrir.

Soldados egipcios celebran con niños en sus brazos, en la plaza Tahrir.

RICARDO MIR DE FRANCIA

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Los egipcios experimentaron ayer la más dulce, eléctrica y adictiva de las sensaciones: la libertad. El país se echó a la calle nada más conocer la noticia de la caída del presidente, Hosni Mubarak, el hombre que con su mediocridad, autoritarismo y megalomanía ha logrado resucitar a un pueblo que parecía resignado a arrastrarse por un presente sin futuro. Las calles de la capital se llenaron de banderas, música, bocinas, fuegos artificiales y gente eufórica haciendo el signo de la victoria. Esencialmente fue un gran subidón de autoestima colectiva, tras demostrarse a sí mismos que son capaces de cualquier cosa.

En ningún sitio se vivió con tanta emoción como en la plaza de la Liberación (Tahrir), esa gran comuna libertaria que durante más de dos semanas ha demostrado al régimen y a la arabofobia occidental que los egipcios están más que preparados para la democracia. Nada más conocerse la noticia, algunos se arrodillaron para besar el suelo, otros se abrazaron, saltaron como si pudieran tocar el cielo o invocaron el Alá Akbar, viendo como sus plegarias habían sido recompensadas. Y volvieron a bailar, cantar y corear, la terapia que les ha mantenido unidos todos estos días. «Aquí están los egipcios» o «El pueblo quiere que Mubarak sea juzgado».

EL RÉGIMEN / Shayma Radwan, veinteañera, como esos chavales de Facebook que iniciaron la revolución, subrayaba: «Hemos sido nosotros, y escríbelo en mayúscula, quienes lo hemos logrado, todo el pueblo egipcio». Lejos de darse por satisfecha con la salida del presidente, añadió que no pararán hasta que caiga todo el aparato. «Si hemos podido con Mubarak, podremos con el régimen».

Se abusa del adjetivo histórico, pero lo ocurrido estos días no tiene precedentes en ocho milenios de historia a orillas del Nilo. «No puedo describir lo que siento», decía emocionado Sohbi Asha, que añadía: «Soy profesor de arqueología y sé como ha sufrido este pueblo durante una historia continua de ocupaciones extranjeras».

Ni la dinastía fatimí que fundó El Cairo en el siglo X ni Mehmet Alí, el arquitecto del Egipto moderno, eran de esta tierra. «El primer líder egipcio desde los faraones fue Nasser, pero su revolución, heredada por Sadat y Mubarak, nunca consiguió responder a las aspiraciones de este pueblo. Por primera vez en la historia somos libres y dueños de nuestro destino», dijo el profesor al borde del llanto.

Todavía es pronto para saber si los egipcios lograrán derrumbar al esclerótico régimen surgido de la revolución de los Oficiales Libres en 1952. Pero los mismos atributos propios de las sociedades agrícolas que antaño les condenaron a padecer con resignación el vasallaje, son ahora su mejor arma. Esta ha sido desde el principio una revuelta pacífica, a pesar de que cuando les han atacado no han dudado en defenderse dejándose la vida en el empeño.

Ni siquiera la inmensa frustración que causó el discurso de Mubarak del martes, cuando anunció contra pronóstico que seguiría en el poder, les hizo perder las formas y esa paciencia ghandiana. Cientos de miles de personas, seguramente millones, volvieron a manifestarse ayer en un protesta bautizada como El día de la partida.

Esta vez el nombre fue premonitorio. En las calles se notaba más rabia, más tensión y más desesperación, pero el selmeya (sin violencia) volvió a respetarse escrupulosamente. En El Cairo no solo se concentraron en Tahrir o frente al Parlamento. Miles de personas llenaron los alrededores del edificio de la televisión, símbolo de la propaganda del régimen, y otros intentaron llegar hasta el palacio presidencial, franqueado a unos 200 metros por una barrera de tanques y francotiradores en las azoteas. «Seguiremos en la calle el tiempo que haga falta», decía Alaa Atala, un constructor de 50 años.

Anoche no era día para pensar en el futuro. «Nos han robado 30 años, deja que lo celebre con mis hijas y estos jóvenes maravillosos que nos han devuelto la dignidad», decía Shadia Nassin, frente al Parlamento, blandiendo la ubicua bandera egipcia. Pero a muchos les preocupa que los militares --y no solo el general Omar Suleimán y la camarilla al frente del Estado-- se aferren ahora al poder.

En Tahrir, antes del anuncio de la marcha de Mubarak, algunos líderes de la oposición pedían al Ejército que clarificase su posición porque si continúan al lado del régimen serán declarados enemigos del pueblo. No hay peligro, de momento. Muchos besaron y se abrazaron ayer a los soldados, mientras estos hacían el signo de la victoria, señal inequívoca de la fractura que existe entre la tropa y la jerarquía militar, privilegiada por el régimen.

Durante 30 años, los carteles con el rostro de Mubarak, coparon las calles y plazas de este país. El 25 de enero los egipcios comenzaron a arrancarlos, a veces a dentelladas, después de escupirles o pisotearlos. El faraón ha sido derrocado, resta su pirámide. «Bienvenida la libertad», gritaban algunos, dispuestos a afrontar la noche más larga e inolvidable de sus vidas.