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Los aplausos de un periodista

Manuel Arenas Sánchez

El periodista se parece a un crío haciendo trastadas en que ambos  creen poder vivir indefinidamente en el desapercibimiento: yo una vez  vi asomar la patita de un periodista bajo una piedra, y cuando levanté  la roca y le pregunté qué hacía ahí, intentó picarme y se marchó zumbando.

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Yo era feliz creyendo que jamás llegaría el día en que estuviera de  acuerdo (o en desacuerdo) con algo sobre lo que escribiera, porque  siempre aspiré al escepticismo sistémico. Empecé a ver, sin embargo,  que ese día se sucedía sin descanso y me aporreaba una y otra vez a  modo de sparring: a mí cada vez más gente me preguntaba qué opinaba,  en ocasiones debía dar mi opinión en mis escritos y mi zona de confort  me quedaba tan lejos como Rajoy, al que ya no veo ni en el plasma. Eso  me llevaba a la incomodidad indefinida y me aterraba, pues por si  fuera poco hay instalado en la sociedad el dogma falaz de que la  opinión de quien escribe, en tanto que culto (¿Culto yo? En todo caso  cultor, y de mí mismo), vale doble.

Un día asistí a una opinión magnífica: presencié los aplausos de un  periodista. Ocurre con frecuencia que un periodista se ve seducido por  las musas del averno a aplaudir a todo. Yo voy a cubrir actos y me  entran unas ganas irrefrenables de aplaudir, como si acabara de meter  un gol Ramos en el 93 --y contra el Atleti, la Décima es lo de menos-,  pero me contengo al punto de que, en arrebato, tomo la cara del  anciano de mi lado y le doy un morreo por aquello de que el disimulo,  en pareja, es más disimulo. Pero los aplausos de aquel periodista no  eran algo que se presencie a diario: había algo en ellos que los  convertía en un bellísimo arte masoquista. El tipo venía de aplaudir  en una rueda de prensa del PP y ahora lo hacía en una del PSOE. No sé  si también lo hizo en las de Podemos y Ciudadanos, pero el choque de sus  manos era tan hipnótico que a mí no se me ocurrían modalidades más  sonoras de suicidio.

También he descubierto que los aplausos de un periodista son como  las bromas: hay temas y temas. Así como hay cierto humor negro  intocable, hay temas negros inaplaudibles. En periodismo hay una tabla  de aplausos por temas, y todo periodista debe echarle un ojo antes de  cubrir una historia por tal de no fastidiarla. La tabla dice: en  Sociedad se puede aplaudir, en Cultura depende y en Política y  Deportes suele no poderse. Hay algo en estas dos últimas, en Política  sobre todo, que al periodista le trastoca, pues al cuarto aplauso la  mano derecha se le va al paquete del político o deportista en  cuestión, que a su vez goza en off the record.

Yo cuando veo que un acto se está acabando y que el público va a  aplaudir, agacho la cabeza para que no se note mi inactividad y  empiezo a escribir cosas sin sentido, las cuales publico  cuidadosamente días después en mi blog a título de artículos  profesionales. Es esa una situación similar a cuando el profesor  pregunta y todos los alumnos miran el papel para que no les toque a  ellos: yo intento quitarle hierro al asunto de no aplaudir mientras me  rodea gente que lo hace y me mira como al rarito de clase. Pero yo me  siento bien en mi soledad periodística, y si veo que algún compañero  aplaude, me felicito por sólo frecuentar el mercenariado cuando lleno  páginas sobre Rajoy y luego no le voto.

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