Macrojuicio por sobornos

Lo que todos sabían

Josep-Maria Ureta

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Faltaban pocos minutos para las doce cuando el ponente José María Torras Coll pronunció por primera vez la palabra «condenamos». Dicho en el Salón del Jurado de la Audiencia de Barcelona sonó como las campanadas de los cuartos antes de las campanadas que dan la hora final. Fueron cayendo unos cuantos «condenamos» repartidos entre funcionarios de Hacienda, empresarios y asesores tributarios. De paso se fue desmoronando la larga estrategia de dilación, no siempre atribuible al enrevesado sistema procesal español, por ver si caía en el olvido todo lo ocurrido entre 1985 y 1994. Por fin, un juicio con sentencia y sin la providencial prescripción con que se han cerrado no pocos procesos de lo que siempre se ha llamado y entendido como corrupción.

A saber: quien tiene que cobrar impuestos se pone de acuerdo con quien debe pagarlos para que no lo haga a cambio de una compensación económica. Como inspector y contribuyente no se conocen lo suficiente, siempre hay un intermediario que conoce a ambos.

Pongamos nombres y con intención, si se quiere, de representatividad de clase. Josep Lluis Núñez prefería el acuerdo con los inspectores a las órdenes de Josep Maria Huguet, con la mediación de Joan Josep Folchi para pagar menos impuestos y regalar pisos. Casos similares los hubo durante años, con otros nombres, pero idéntico proceder.

¿Cuánta gente estaba al tanto de estas prácticas y sin embargo callaba? No está en la sentencia pero sí en la memoria de aquellos que han tenido protagonismo público y económico en la Catalunya de finales de los 80 y principios de los 90. Una parte ya se conocía tras saldarse, hace poco, un caso muy similar al sentenciado ayer. En el 2005 se condenó al exjuez Lluis Pascual Estevill y al abogado Joan Piqué Vidal por una variante aún más retorcida de soborno: el juez elegía un empresario con irregularidades (o no, eso es lo peor) contables, lo enviaba a la cárcel y pedía un rescate a través del mediador, a menudo Piqué Vidal.

La sombra de la enemistad

Entonces, como ayer, las dos frases que recorrieron el todo Barcelona fueron las mismas: «Todos los sabían», por un lado; y, por otro, «no hay que generalizar». De lo oído ayer se deduce que Folchi está en el núcleo de la trama ajusticiada. Por causas de difícil comprensión, desde 1992 dejó de ser el hombre de confianza de Javier de la Rosa (absuelto en este caso), el financiero más influyente, especialmente en el entorno pujolista de la época de autos. Esa enemistad sirvió para descubrir parte de lo juzgado.

Folchi fue también hombre de confianza de Núñez (su vicepresidente en la junta del Barça) y como abogado del Estado y experto fiscalista, no le costó trabar relación con los máximos responsables de Hacienda en Catalunya entre 1985 y 1994, Josep María Huguet y Ernest de Aguiar (exculpado en el 2004, otro misterio irresuelto). Cuando se destapó la trama, en 1999, todo pareció una maniobra para descabalgar a Josep Borrell de la carrera presidencial, dada su amistad con Huguet y De Aguiar.

Era lo fácil: decir que se estaba ante un episodio más de politización, que todo lo contamina. Pero de la sentencia o de los tediosos nueve meses de vista oral, la sensación que queda es otra más grave. Durante años fallaron todos los mecanismos de control de un pilar básico del sistema democrático: el cobro equitativo de impuestos. Una cosa es no pagar impuestos y otra seleccionar quién los paga, quién no lo hace y a quién se le inspecciona hasta el agobio.

Más que de que vayan a la cárcel, lo que debería asegurarse el juez es que se paguen las sanciones. Como la reclusión ya no es una deshonra, al menos que castiguen el bolsillo. Porque de arrepentimiento ayer no habló nadie.