UN PLACER EXPRÉS

Lavar el coche

El gusto de recuperar el fulgor del vehículo, apagado por el barro y la contaminación

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Pau Arenós

Pau Arenós

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Hay conductores que convierten el coche en un vertedero.

Acumulan escamas de sus vidas: diarios secos, cedés de músicos muertos, cachivaches de una época difuminada.

En ese horno, los añadidos amarillean. Un día, cuando los trastos amenazan con ocupar la plaza del copiloto, el hombre o la mujer –en estos casos, el sexo no importa– luchan contra la desidia y liberan de lastre el transporte.

Eso en cuanto al interior. ¿Y el exterior? El exterior siempre –siempre– está sucio.

Terminados los días del amor –el espacio entre el estreno del vehículo y el primer, y dramático, arañazo–, el propietario deja de interesarse.

Antes ha pasado la bayeta de forma obsesiva. Antes ha reñido al que se ha sentado en el capó. Antes ha echado vaho en el retrovisor hasta que el brillo del cristal lo ha cegado. Después, el olvido.

Tras meses y meses de exposición a la climatología, decide rescatar el chasis, enguantado en contaminación y barro.

Ir al túnel de lavado es agradable. Pasar por espumas y lametazos de esas fibras que cuelgan como tentáculos es un tránsito contemplativo.

En el último tramo, la guía mecánica deposita suavemente el coche en el párking.

Al bajar del automóvil para comprobar el efecto, recupera la primera emoción. Bajo la costra de grasa se encontraba la máquina de refulgente piel que quiso y que exhibió.

Y así será hasta la primera lluvia polvorienta, que está al caer.