El Tour tiene un color especial

Tourmalet por Sergi López Egea

Tourmalet por Sergi López Egea

Bayona (enviado especial)

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El jueves pasado hablando con Sergi Mas le contaba que el Tour no es sólo una prueba deportiva sino un acontecimiento inmerso en la más profunda cultura de Francia. Nada sería igual si cada mes de julio no se programase la Grande Boucle, como ellos la denominan, una prueba nacida en 1903 y que año a año, aunque pueda parecer increíble, va creciendo en poderío, fiesta y pasión.

El paso del Tour por tierras vascas ha finalizado con matrícula de honor. Apenas ha habido reivindicación política en lo que era un acto festivo sin que nadie cuestionase la denominación de origen francés de la prueba. Y si hubo alguna protesta, que la hubo, sobre todo en Bilbao por cuestiones laborales, fue para intentar conseguir un mayor impacto mediático gracias al altavoz de la ronda francesa.

El Tour ya no se mueve de Francia

Ahora la carrera entra en su territorio para no moverse de Francia hasta que el 23 de julio el primer clasificado luzca el jersey amarillo en lo más alto del podio de los Campos Elíseos. Nadie esconde cierto temor a que el ambiente crispado que vive el país repercuta en cierta manera en el Tour. Pero basta adelantarse un poco a las circunstancias de carrera para dormir en Bayona y percatarse, muchas horas antes de que la tercera etapa finalice en la ciudad del País Vasco francés, del tremendo cariño que cualquier pueblo transmite a su carrera.

El último corredor francés que ganó el Tour fue Bernard Hinault. De eso hace 38 años. En 2019, Julian Alaphilippe estuvo cerca y los franceses vibraron con su carrera y soñaron en que por fin uno de los suyos llegaría vestido de amarillo a París. Pero Julian acabó perdiendo el ‘maillot’ y hasta una posición en el podio.

El paso del tiempo

Han visto pasar victorias irlandesas, estadounidenses (tres, de Greg Lemond, porque las otras ocho no cuentan), españolas, danesas, alemanas, italianas, australianas, británicas, colombianas y eslovenas. Pero no hay manera de mojar cuando se habla francés, algún podio suelto, como los de Romain Bardet… nada más. Y siguen creyendo en su carrera.

Bastaba ver a la entrada de Bayona, con la caída del atardecer, después de salir de San Sebastián, cómo la gente miraba y sonreía cuando veía llegar a su ciudad a un vehículo con acreditaciones del Tour.

Las normas

A los que no conozcan de que va esto conviene explicarles que el Tour cierra las carreteras por las que van a transitar los ciclistas con muchas horas de anticipación (los puertos de montaña, en algunos casos, hasta dos días antes de la prueba). Nadie puede circular, si acaso en bici, pero sí lo pueden hacer los vehículos que recorren la prueba con algún cometido profesional. Para ello la organización entrega unas placas, que son pegatinas de colorines que se colocan en la parte delantera y trasera del coche. Es como un salvoconducto con el que no te podrías mover, a no ser que te volvieras loco, recorriendo toda Francia si decides perseguir corredores.

Pues bien, al llegar a Bayona, solo faltaba que te aplaudiesen con la ciudad ya decorada para acoger la carrera, todo de amarillo, por supuesto, una localidad de corte vasco donde lo único que cambia con sus vecinos al otro lado del Bidasoa, es que aquí se habla francés en lugar de castellano y siempre se pueda encontrar a algún habitante que conserve o se atreva con el euskera.

La fiesta más deseada

Y todos, todos, se entregan al Tour convencidos de que van a vivir una fiesta. No llegan invasores, sino los que impulsan la carrera, la suya, la que igual volverán a ganar alguna vez cuando Hinault ya sea muy viejecito. Pero aquí lo importante es pasárselo bien, decorar las ciudades con los colores del Tour, recuperar la inversión por acoger la prueba y recordar siempre la fecha en la que llegó la Grande Boucle. De verdad, hay que vivirlo para imaginarse lo que el Tour significa. Por eso, cuando se entra a Francia, por entrega, fe y fuerza que le hayan puesto a la circunstancial adopción, el Tour adquiere un color especial, aunque no tenga duende ni el olor a azahar.  

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