Luto en Sarrià
Réquiem por el mejor cortado de Barcelona
La zona alta lamenta el cierre del Caffe San Marco, uno de esos lugares, como los hay en todos los barrios, en los que reconciliarse con la ciudad
Carlos Márquez Daniel
Periodista
Periodista especializado en Barcelona. En 'El Periódico' desde principios de siglo. Los últimos 15 años, dedicados a la información local: movilidad, urbanismo, infraestructuras, política municipal, barrios, área metropolitana y medio ambiente. Colaborador habitual en los programas de televisión 'Planta Baixa' (TV3) y 'Bàsics' (Betevé).
Disculpen el apunte biográfico, pero verán cómo viene al caso de lo que vine a contarles. Mi padre no era un hombre al que le gustara probar cosas nuevas en materia de restauración. Todo lo contrario: era fiel al establecimiento que le trataba y servía bien; a los lugares en los que le conocían por el apellido. Llegó a incluir en su lista un pequeño café de Pretoria, de los tiempos en los que mi hermana vivía en Suráfrica.
Juntar los dedos índice y pulgar de la mano le valía para hacerse entender en todo el mundo: sería un café corto; muy corto. Su prensa diaria (El Periódico y otro), un mini de jamón ibérico y un agua fría. Y al rato, otro café. Quien les escribe heredó esa virtud (sí, para mí lo es). Y aunque tiene sus cosas buenas, también tiene sus cosas malas, como el hecho de que de un día para el otro te encuentres que Tu Cafetería ha cerrado. Sin previo aviso; sin despedida. Acaba de bajar la persiana el Caffe San Marco de Major de Sarrià, a mi entender, el lugar con el mejor cortado de toda Barcelona. Pero era mucho más que eso.
A principios de octubre, en plena fiesta mayor del barrio, el local no abrió; claro indicio de que algo ni iba bien. Fueron pasando los días y por temor a la evidencia evité preguntar a los comercios próximos, como el Monterrey, la Foix o Casa Joana. Retrasar lo inevitable no sirve de nada, así que finalmente expuse el asunto a una de las empleadas del Coc de Sarrià. “Ha cerrado, sí. Está en traspaso”. Bajón… Mientras hago unas fotos con mi paquete de 300 gramos de jamón dulce en la sobaquera, pasa por ahí Marta, una amiga de toda la vida. Hace gestos con los brazos. “Qué fuerte, ¡¡han cerrado!!”. Le ha llegado que quizás pongan una heladería, la enésima...
Dentro hay una escalera metálica y sillas apelotonadas encima de las mesas. Son de plástico, destinadas, en un suponer, a substituir a las de madera del San Marco. Lo único que se mueve son las manecillas del reloj de pared. Sin cartel y a oscuras. Sin anuncio. Sin fiesta de despedida. Sin haber tomado El Último Cortado. Dejen que les describa cómo era, pero tengan en cuenta que lo hace un neófito en la materia, así que no esperen una descripción demasiado competente. La taza era pequeña, blanca, con el logo de la cafetería. La medida justa de café y de leche; y a la temperatura ideal. Ni tomártelo rápido porque se enfría ni que se te haga de noche para no quemarte. La cucharilla, pequeña, no ese cucharón de postre que te lanzan en muchos sitios. Cremoso, con un gusto exquisito. Y con la traca final de la leche vaporosa que quedaba asida a los lados y que podías apurar con el frío metal. Solía añadir canela y algo de azúcar moreno. Qué bueno era, demonios...
¿Cuál es el suyo?
Quizás no fuera el mejor de toda Barcelona. Seguro que no lo era, vamos. Si usted ha llegado hasta aquí, seguramente en algún punto habrá pensado ‘este tipo se equivoca, el mejor cortado es el de….’. Esa elección es muy probable que tenga que ver con la cercanía y la nostalgia. Y la familia. Porque en esta Barcelona alienada y gentrificadora seguimos teniendo lugares de referencia en los que nos reafirmamos como vecinos y nos reconciliamos con la ciudad. Piensen en ello: ¿por qué les gusta ese colmado, esa zapatería, ese panadería o esa mercería? Llenamos de contenido sentimental comercios y productos porque nos traen recuerdos. Porque nos generan seguridad. Todo eso era exactamente lo que me sugería el ventanal del San Marco.
Como solía hacer mi padre en la Farga de Sant Gervasi (ahora en peligro de extinción porque dos entidades bancarias cercanas son ahora hercúleas cafeterías), también solía sentarme siempre en la misma mesa, la que da al enorme ventanal. Si estaba ocupada, me esperaba un rato, ejerciendo una educada presión sobre el ocupante. Si se había sentado de espalda a la calle, la situación me enervaba sobremanera, porque lo mejor del San Marco (amén del cortado) era ver pasar a la gente, ¡¡ponerse de cara al barrio!! Y de vez en cuando, saludar a amigos y conocidos y tomarse algo con ellos.
Animalario
Los camareros con el chaleco y el delantal azul, la mujer muy mayor, maquillada y estupenda que se acompañaba de una cuidadora; la señora que entraba con el perro; la prensa en la estantería circular de la entrada; la papelera de los paraguas. Y la parte de atrás, otro mundo, la que da a la calle del Pedró de la Creu, donde se habían celebrado encuentros literarios y solían comerse a besos las parejas de adolescentes. Los croissants que traían de la Foix, las mamás de la escuela Italiana con el primer ‘espresso’ del día, el suelo de ajedrez, las entrevistas de trabajo informales, la juventud con los apuntes en época de exámenes, la abuela con el nieto que se llenaba la cara de delicioso suizo.
En Casa Joana, otro de los imprescindibles del barrio, justo encima de la Foix, me cuentan que la pareja propietaria del local, que se dejaba las pestañas tras el mostrador como lo hacía el personal, se cansó. Su hija no iba a seguir con el negocio y decidieron traspasarlo. Al parecer, un fondo de inversión propietario de una cadena de heladerías se ha quedado con el pastel. Y dicen que ya están trabajando para abrir cuanto antes.
Ha cerrado el San Marco y no pasa nada. La vida sigue y es obvio que hay cosas mucho más graves. Pero Sarrià ya lloró el derribo del Bar de la Plaça hace años, cuando reformaron la plaza de Sarrià. Ahí aprendimos a jugar al futbolín y nos tomamos las primeras cervezas. Luego cerró el bar Joan, regentado por un matrimonio que era propietario de todo el edificio. Servían unas bravas nefastas, pero eran muy buena gente y se podía ver el fútbol. El bar Pau de la plaza de Sant Vicenç, con ese bocata de salchichas después de los liguilla nocturna de fútbol, se traspasó y mantiene el nombre. Algo es algo.
Sobreviven el Tomás, uno de los atractivos turísticos del barrio; el Sotavent, un agujero con una curiosa mezcla de generaciones, y el magnífico Monterrey, a nada, cinco metros del San Marco. No tienen su cortado, pero ahí también, si eres un habitual, ya saben lo que quieres. ¿Se acuerdan de la serie ‘Gent del barri’? Pues eso, cuiden de su entorno de comercios y restauración. Y ellos cuidaran de ustedes.
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