La Barcelona que no duerme
Las noches en el Triángulo Golfo de Poblenou: deseando que la lluvia evite los botellones
Enrique Castro, vecino de la zona, relata cómo de difícil es descansar y no desesperarse ante el ocio nocturno en la calle de Pere IV
En el vídeo, se ve a tres turistas en cuclillas con las primeras luces del día. Las jóvenes sonríen con timidez y un punto de vergüenza cuando un vecino las graba: están orinando en tres huecos de contenedores de la basura. Es uno más de los vídeos que algunos residentes en Poblenou, en el barrio del Parc i la Llacuna, difunden para denunciar que las calles han sido tomadas por un ocio nocturno que no les deja pegar ojo.
A Enrique Castro, comercial de paneles solares de 47 años, un gallego que vive en Poblenou desde hace 20 años, se le ve serenamente desesperado. Se nota que no puede más, pero él lo explica con educación, con retranca. Reside en la calle de Pere IV, cerca de su cruce con Àlaba. Cuando era joven, dice, ya había algo de ruido. Algo tolerable.
Tras la pandemia
Pero con el tiempo la cosa se ha complicado y desde la pandemia, se ha multiplicado. Ahora, denuncian los 70 vecinos reunidos en la plataforma SOS Triángulo Golfo (el ayuntamiento lo llama Triángulo Lúdico), la farra empieza el miércoles y dura hasta el domingo. “Antes era viernes y sábado, y lo asumías, aunque son los días de descanso. Ahora es desde el miércoles y en verano toda la semana”. Sin duda, el grupo acudirá a la concentración prevista en Sant Jaume contra el ruido.
Castro tiene una hija de 4 años. Tiene también un problema añadido: en su finca no está permitido instalar aire acondicionado, lo que convierte el piso en un infierno si en verano no se abren las ventanas. “Tenemos unos pingüinos. Pero tiene una manguera que expulsa el aire caliente. ¿Por dónde? Tienes que abrir un poco la ventana. Y te entra todo el ruido. Es invivible”. De miércoles a sábado, su mujer y su hija duermen en un colchón en el suelo en la habitación menos ruidosa.
“Para relajarnos, entramos en internet y buscamos piso en otra zona”. No han cambiado por dos factores. Uno: los precios los echarían de Barcelona. El otro: el colegio al que va la niña les gusta mucho y no quieren que lo pierda. Pero se ha impuesto una línea roja: si la niña se queja por el ruido, se irán. Por la mañana, dice, la tiene que llevar al colegio “caminando entre charcos de meados, de vómitos y plásticos”.
El frío no sirve
Por todo lo contado, las noches que llueve, Castro sale a la ventana con una sonrisa en el rostro, satisfecho porque el agua es lo único que frena a la gente que habitualmente toma Pere IV. ¿Los meses de frío? “No, no sirve, salen igual”.
“Nuestra solución es que se apliquen las ordenanzas”, dice Castro, que recuerda que beber alcohol en la calle está prohibido. Pero agrega que algo debe cambiar, que la sanción tiene que ser superior: la multa por esa ingesta ilegal es de 15 euros si se paga rápido.
“El problema de base es que no hay suficiente policía. Con efectivos suficientes y multas más altas, ¿por qué no vas a acabar con el botellón? ¿Por qué dicen que el botellón no se puede acabar? ¿Si la multa fuera de 300 euros, la gente se la jugaría bebiendo en la calle?”, se pregunta. Eso, a corto plazo. A medio, propone campañas de concienciación para que los niños crezcan teniendo en cuenta el problema.
“Hay cosas que son de hace unos meses. Los altavoces. Tener uno debajo de casa, otro allí, otro en la otra esquina y allí un coche con las puertas abiertas y la música pegando a todo lo que daba, con todo el mundo gritando y la gente bailando en la calle. ¿Pero qué locura es esta?”, proclama.
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