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Cuando Barcelona era Casablanca

Paco Villar saca a la luz la inmortal alma calavera de Barcelona incluso en sus peores horas, en los 13 años que se alimentó con cartillas de racionamiento

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Carles Cols

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Aquel 25 de agosto de 1944 en que las tropas aliadas liberaron París, Bernard Hilda, director de la orquesta de La Rosaleda ese día, el restaurante al aire libre en el que una parte de las clases bien de Barcelona se divertían durante la posguerra, alzó la batuta y sonó ‘La marsellesa’. Gran parte del público se puso en pie y coreó la letra. Victor Laszlo había hecho antes esa machada en 1942 y ante la plana mayor de los oficiales nazis, pero, claro, en una película, ‘Casablanca’. Lo de Hilda, judío y miembro de la resistencia francesa desde la retaguardia española, además de buen violinista y vocalista melódico, requería más entereza, pues las esvásticas pendían durante la segunda guerra mundial de los muros más icónicos de la ciudad.

Bernard Hilda y su orquesta, en lLa Parrilla del Ritz. / ARCHIVO JORDI PUJOL BAULENAS

La anécdota (definición que sin duda se le queda corta) es solo una de las decenas de perlas que contiene el último libro de Paco Villar, autor en otras ocasiones de minuciosos trabajos de investigación sobre las leyendas y verdades del barrio chino y sobre algunos de sus más canallas establecimientos, pero que esta vez ha abierto el gran angular y ofrece una mirada renovada e inconfesa sobre qué sucedió en la entrepierna de Barcelona entre 1939 y 1952, los años que estuvo vigente la cartilla de racionamiento, 13, igual que la ley seca de Estados Unidos, aunque se hicieron mucho más largos, que ya es decir. ‘Cuando la riqueza se codeaba con el hambre’. Así se titula el libro, editado con el indispensable apoyo del Ayuntamiento de Barcelona, muy generoso cuando se trata de dar salida a trabajos de investigación sobre el pasado de la ciudad aunque no sean narcisistas, sino todo lo contrario, como este, que retrata con crudeza, por ejemplo, cómo la prostitución fue tras la guerra el único modo de sustento de muchas barcelonesas, muchas más de las que cabría suponer. Aquí, cuando algo no gusta, no se habla de ello.

En Alemania muchas mujeres callaron que fueron violadas por el ejército rojo, en Corea fue un tabú la prostitución forzada que imperó durante invasión japonesa y en Barcelona hay un silencio aún no roto sobre qué fronteras éticas tuvieron que borrar demasiadas mujeres para sobrevivir, con el agravante, lo cual no deja de ser cínico, de que las nuevas autoridades hacían gala en público de velar por la decencia. Las mismas autoridades que daban alas a las inspecciones y campañas de la Liga contra la Inmoralidad ordenaron en abril de 1939, solo 17 días después del último parte militar que daba por finalizada la guerra civil, la reapertura de los prostíbulos del barrio chino, entre ellos Madame Petit, de cuya fama y antecedentes es imposible que no tuvieran referencias, un lupanar que de tanta fama internacional que alcanzó en sus años de gloria tenía incluso una pizarra con las cotizaciones del día de las principales divisas del mundo. Se aceptaba el pago con cualquier de ellas, ya fuera para acostarse con una, dos o más mujeres, alquilar disfraces (los atuendos religiosos parece que eran los más demandados) y, al acabar, si había alguna urgencia, pasar por la propia clínica del burdel para recibir tratamiento.

Villar, en esta ocasión, ha buceado en los olvidados archivos judiciales de la época, yacimiento inagotable de datos, y ha echado mano de lo que a todas luces parecen ser las experiencias personales, sin entrar en más detalles, de escritores y periodistas de la época, como Juan Marsé ("…no solo había chicas jóvenes, sino que la mayoría eran señoras que se sacaban un sobresueldo mensual…"), Carlos Barral ("…el salón de Madame Petit, por ejemplo, con macizas cariátides de talla sosteniendo los techos pintados y ya borrosos o descascarillados…") y Paco González Ledesma ("…los cines de barrio tenían un largo historial de de pulgas veteranas, meriendas a base de atún, pajilleras de plantilla y chavales que iban ahí a aprender lo que es la vida. Fueron la universidad del Raval, la Sorbona de la vida amarga…").

El libro es un retrato en alta definición sobre el incombustible barrio chino, donde, aunque, carísima, a 100 pesetas el gramo, aún se podía comprar cocaína, y donde, ‘malgré tout’, los espectáculos de transformismo continuaron en escena en la etapa más dura de la posguerra, sobre todo en el Teatro Circo Barcelonés, pero también es una fotografía minuciosa de la mala vida y del ocio decente en otros barrios de la ciudad.

Aquella era una Barcelona en la que los locales que sobrevivieron a la guerra con nombres extranjeros tuvieron que castellanizarse. El Trink-Halle pasó a ser el Covadonga y el Cabaret Hollywood se rebautizó como Sala de Fiestas Casablanca. La orden gubernativa no admitía discusión. Se llevó hasta sus últimas consecuencias. No debería extrañar. Hay una anécdota real de un niño del Raval al que sus padres, muy libertarios, inscribieron en el registro civil como Tarzán y que, finalizada la contienda, tuvieron que bautizar a la carrera como Antonio. Pobrecito.

Abrieron puertas decenas de nuevos locales, pero de ellos sobre todo dos robaron el corazón de los barceloneses, el Kentucky y el Pastís

El caso es que, tal vez porque aún había esperanzas de que aquella recién estrenada dictadura pudiera tener los días contados en función de cómo se decantara la segunda guerra mundial, el alma calavera y tarambana de la ciudad parece que era imposible de contener. Nacieron decenas de nuevos locales, aunque de aquella época solo sobrevivieron, con honores, dos, el Kentucky y el Pastís, este último, según Josep Maria Espinàs, "una minúscula isla de emociones en aquella grisura de la posguerra".

En el Bar Edén sonaron por primera vez en esta ciudad la voz rota y la trompeta de Louis Armstrong, así que, en justicia, si se conservara, la gramola de aquel establecimiento del 12 de Nou de la Rambla debería estar en un museo, como artífice de tantas y tan fructíferas aficiones locales al jazz.

El Charco de la Pava, antro de la calle de Escudellers, además del tálamo donde nació el amor entre Lola Flores y Antonio González Batista ‘El Pescaílla’, refugio habitual de Salvador Dalí y templo donde con una lápida se adoraba a Manolete tras su muerte, fue también la sopa primigenia en que nació el ritmo que un día, tras su evolución darwiniana, sería la rumba catalana.

De la posguerra se habla mucho, y no está mal que así se haga, del hambre y de la represión sufridas, pero lo que Villar propone es una visita a las innatas ganas de farándula de los barceloneses incluso cuando pintan bastos. Con perspectiva, la Bella Dorita, he aquí una defendible opinión, fue la más osada miembro de ‘la résistance’, siempre indoblegable pese a las multas y expedientes que se le abrían cada vez que cambiaba una letra o mostraba a los espectadores más de lo que los censores estaban dispuestos a tolerar.

"Soy una flor caída en vicio fatal / esclava por el destino vencida / sola en el mundo nacida del pecado / y un desalmado me hizo mujer", estrofa atrevida del ‘Tango de la coca’, se cantó para goce de los espectadores en más de una ocasión, no sin escándalo, sobre todo cuando la interprete añadía aquello de "para todos soy juguete del placer".

Pero si lo que sucedía cara al público era así, lo que ocurría entre los bastidores de la ciudad era, obvio, inconfesable. De entre las decenas de episodios recopilados por Villar, puestos a destacar uno merece la pena el del decano de los burdeles de la calle de En Robador, As de Oros. Lo de menos es que organizara rifas de coyundas a 10 céntimos el número. Eso era bastante común entonces en otros establecimientos del mismo ramo. Lo de más es que el dueño, Vicens, dedicó los beneficios de su negocio a pagar el altar y las campanas de bronces de su pueblo natal, en Murcia, y le gustaba enseñar las fotos que allí se hacía una vez al año con las monjas de un convento adscrito a esa parroquia.

Parece de Berlanga, sí, pero más aún si se conoce la guinda de la historia. Aquel proxeneta tenía el corazón del tamaño de una sandía y por Navidad invitaba a comer en la terraza del burdel a 25 pobres del barrio. En ‘Plácido’ solo sentaban uno a la mesa.

El libro, como deja claro su título, no es solo una radiografía sobre la (perdón por la expresión) resilencia del barrio chino y aledaños, sino también sobre el buen vivir de los ricos, una macedonia en la que despuntaban quienes vivían bajo el paraguas del franquismo, como Julio Muñoz Ramonet, que tenía siempre reservada una mesa en el Ritz, fuera o no a comer, y también quienes eran descaradamente anglófilos, incluso mientras la segunda guerra mundial aún no se había decantado.

Fue en la posguerra cuando la Casita Blanca, altar de la coyunda extramatrimonial, consolidó su fama, que hoy Barcelona recuerda con un penoso homenaje 

Varios eran los establecimiento que despuntaron en el Eixample y por encima de la Diagonal, a plena luz del día o en la penumbra, como la Casita Blanca, que fue en aquellos años cuando consolidó su fama como gran lecho de la coyunda extramatrimonial (por cierto, qué penoso homenaje le rindió la ciudad tras echarla abajo), pero si hay uno que merece un punto y aparte es La Parrilla del Ritz.

Dice Villar: “Se convirtió en un centro de reunión, información e incluso conspiración, donde una persona bien conectada podía enterarse de lo que sucedía o iba a suceder en España y en la Europa ocupara por la Alemania nazi. La concurrencia que se daba cita en el gran salón comedor para disfrutar de una elegante cena con baile era escogida y digna de una película de Hollywood: militares alemanes y norteamericanos, falangistas, diplomáticos de todas las naciones en guerra, miembros de la Gestapo y de la resistencia francesa, aristócratas y burgueses catalanes, actores, actrices y cantantes de fama internacional, especuladores, empresarios de nivel, oportunistas y entretenidas de lujo…”. Por decenas de descripciones así merece la pena el libro. Y es que el Ritz, de la mano de Bernard Hilda, reverdeció tras la guerra. Hilda fue el catalizador de aquel ambiente de bar de Rick venido a más en que se convirtió La Parrilla del Ritz, pero su osadía de interpretar ‘La Marsellesa’ aquel 25 de agosto de 1944, solo por ser rigurosos, la tuvo en otro establecimiento de postín, en La Rosaleda, más o menos la sucursal estival del Ritz en los meses de verano.

Este excepcional viaje de Villar a la buena y la mala vida durante los años del racionamiento termina en 1952, cuando desaparecieron aquellas cartillas del hambre. Podría haber puesto también el final del temporizador en el 9 de enero de 1951, la fecha en que atracó en el puerto de la ciudad el primer buque de la Sexta Flota de los Estados Unidos, porque aquello fue un bienvenido mister Marshall con final feliz, en todos los sentidos de la expresión, pero es ya argumento de otro libro.