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Gatillazo en la Casita Blanca

Aquel mural tenía que ser un recuerdo del más célebre 'meublé' barcelonés, pero el homenaje está en otro lugar

La placita de lo que un día fue la Casita Blanca, con el mural en memoria de aquel local casi centenario.

La placita de lo que un día fue la Casita Blanca, con el mural en memoria de aquel local casi centenario.

Carles Cols

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En las islas británicas son habituales los monumentos erigidos en honor a Francis Drake, que aunque fuera el primer inglés en circunnavegar la Tierra, su fama eterna es más por corsario. En el parque del Retiro de Madrid hay una pieza escultórica (no la única del mundo, como a menudo se afirma) dedicada al ángel caído, el cabrón de Satanás, nada menos. Es con sana envidia por esas ciudades que rompen con la monotonía de lo políticamente correcto como comienza esta excursión al número dos de la calle de Bolívar, donde Barcelona rinde homenaje desde el pasado mes de octubre con un enorme mural (eso cuentan y ya es hora de ir a verlo) a su meublé más conocido, a la Casita Blanca y a sus casi 90 años de muy profesional dedicación al apareamiento de los amantes, a proporcionar discreción a la aventura extraconyugal de una noche, a romper la monotonía de no pocos matrimonios en busca de un paisaje sexual distinto, a la cópu…., un momento, un momento, puñeta, ¿pero esto qué es?

Antes de proseguir hay que reseñar que la plaza que ocupa el solar de la Casita Blanca es una obra provisional, pues la zona está pendiente de una descomunal transformación urbanística que, al ritmo que lleva, acabará después de las obras de la Sagrada Família. Eso disculpa al menos que el apaño temporal de la plaza no tenga ninguna gracia. Tampoco la arquitectura exterior del meublé era nada del otro mundo. Unos toldos suspendidos entre postes de color amarillo chillón pretenden recordar a las sábanas que cada mañana se secaban al viento en la azotea de la Casita Blanca, lo que en su tiempo fue el mejor cartel publicitario de la ciudad, señal de que lo que allí se ofrecía era un servicio, además de discreto, muy limpio.

El motivo de la excursión, no obstante, no es repetir una vez más lo que tantas veces se ha contado sobre la Casita Blanca, el hieratismo indispensable de sus empleados, el juego de tres botones de la mesilla de noche (para salir, para pedir un taxi, para encargar algo al camarero), su carpintería de pisito burgués, sino descubrir si el mural de homenaje, por su temática atrevida, tiene opciones de épater les bourgeois, pues buena falta le hace a esta ciudad algo así de vez en cuando.

Propuestas indecentes

Era mucho pedir que el mural fuera un exceso, algo así como El sueño de la esposa del pescador, donde Hokusai se supone que pretendió constatar que ningún hombre es capaz de satisfacer completamente a una mujer y por eso lo hace un pulpo. Demasiado perturbador para una plaza pública. De acuerdo. Otra opción audaz hubiera sido tomar prestado el universo post coitum de los cuadros de Terry Rodgers. Era atrevido pero factible. En serio, hace ya 149 años que Gustave Coubert rompió los corsés de la pintura realista con El origen del mundo como para que el recuerdo de lo que un día fue la Casita Blanca sea hoy en Barcelona una pareja montada en un columpio, junto a una cabaña en un árbol y con un amanecer de postal como telón de fondo.

«No le dé tantas vueltas, joven, esa pared irá al suelo cuando expropien la finca». Menudo chasco. El único usuario que hay en la plaza a media mañana dice que nunca estuvo en la Casita Blanca. Además no le impresiona conocer de primera mano cómo era aquello por dentro, el juego de cortinas para esconder el coche, el respeto que imponía el empleado del meublé en el minúsculo ascensor, el escudo del negocio impreso en los ceniceros... A él le preocupa más que acaben ya las obras en el lado mar de la vecina plaza de Lesseps, donde vive, que por eso se refugia allí, en el solar de la Casita Blanca, a tomar el sol. «Fíjese, años de polvo y ruido y, a mi edad, seguro que no veré circular por la plaza de Lesseps esa famosa línea L-9 del metro».

¡Zambomba! Ese hombre es una luz. El verdadero homenaje a la Casita Blanca no es el mural. Lo es esa tuneladora de la L-9 que, exhausta, yace enterrada en Lesseps, exenta del vigor del que presumió, en lo que ha sido uno de los mayores gatillazos de la obra pública en Barcelona.