BARCELONEANDO
Grafiteros sin causa
Ya en el Nueva York de los 80 costaba identificar a un artista entre las hordas de grafiteros
Ramón de España
Periodista
Ramón de España
Los primeros vagones pintarrajeados -o embellecidos por artistas antisistema, como ustedes prefieran- que vi en mi vida fueron los del metro de Nueva York a finales de 1980, cuando asesinaron a John Lennon. Haciendo de la necesidad virtud -no había un duro para limpiarlos-, el ayuntamiento convirtió esos vagones en una atracción turística de lo que era por entonces la principal capital de la roña en Occidente. En esa época, Nueva York era una ciudad con alquileres baratos -no como ahora, que solo se la pueden permitir los turistas y los millonarios- en la que fluía la creación artística y desde la que se lanzaban al mundo bandas fundamentales como Blondie, los Talking Heads, Television o los Ramones. A cambio, las calles estaban llenas de dementes, la basura se acumulaba en las aceras y había que ir siempre mirando por encima del hombro por si se te echaba encima un yonqui desesperado: no se puede tener todo cuando tu ciudad está en bancarrota.
Ya entonces costaba lo suyo identificar a un artista entre las hordas de grafiteros, pero se encontraban -no en el metro, sino en las paredes de la ciudad-, como demuestran los casos de Keith Haring o Jean-Michel Basquiat. Hoy día, el grafiti está aceptado socialmente -véase el caso de Banksy, que tritura una obra suya y ésta dobla su precio ipso facto-, pero sigue sin salir ningún talento entre los que trabajan exclusivamente en el metro. En Barcelona tenemos al italiano TV Boy, que, aunque se le nota demasiado la influencia del citado Banksy, ha conseguido crear una iconografía propia y trabaja de la manera consustancial al medio: clavando sus imágenes en la clandestinidad y siempre dispuesto a salir pitando en cuanto lleguen los guardias.
Vi en televisión a un muchacho que hablaba como si ensuciar las paredes de una ciudad fuese un derecho constitucional
Todo lo contrario del muchacho al que vi por televisión hace unos años y que se quejaba de cómo el Ayuntamiento de Barcelona reprimía a los grafiteros. Su gran conclusión era: “En algún sitio tendremos que pintar, ¿no?” Lo decía como si ensuciar las paredes de una ciudad fuese un derecho constitucional, como si no dispusiera de las nalgas de su señora madre o de sus propias gónadas para pintar en ellas lo que se le antojara.
Así es cómo hemos llegado a un punto en que el grafiti es una de las dos grandes posibilidades que la sociedad ofrece a la gente escasa de talento, pero sobrada de pretensiones (la otra es el rap, como se deduce de la existencia de Pablo Hassel y Valtonyc, la mascota de Puigdemont, una gente que no sé si alguna vez ha escuchado a Eminem, a los Beastie Boys, a Tupac Shakur o, incluso, a los camellos reciclados del Wu Tang Clan, pero es evidente que, en caso afirmativo, no les ha sido de ningún provecho).
Ahora sufrimos en Barcelona una plaga de grafiteros sin causa que no cumplen ni un objetivo artístico ni social. Se dedican a marranear los vagones del metro y a repartir sopapos entre los vigilantes o los pasajeros que les afean la conducta. Por lo que contaba este diario hace unos días, ni siquiera se trata de desheredados de la sociedad, sino de chavales de clase media a los que les gusta hacerse la ilusión de que lo que hacen tiene algún tipo de contenido. Los más listos sentirán nostalgia por una época no vivida, cuando el grafiti era una muestra de creación espontánea que, con un poco de suerte y talento, te abría las puertas del mercado del arte, como se las abrió a tantos raperos negros dedicados hasta entonces a la delincuencia. Vivimos tiempos gloriosos para la nostalgia, como demuestran ciertos representantes de la (mal) llamada nueva izquierda, que echan de menos la revolución soviética, el mayo del 68 y hasta la guerra civil española, gente capaz de clausurar sus mítines con 'L¿estaca' de Lluís Llach.
Los que sufrimos en Barcelona no cumplen ningún objetivo artístico ni social, se limitan a marranear
Se pongan como se pongan, los grafiteros del metro no aportan nada a la sociedad en general ni al mundo del arte en particular. Las frases de neón de Jenny Holzer -y hasta las de los cuadros de Ed Ruscha- tenían mucha más enjundia que sus garabatos. Al final, todo se reduce a una cuestión de talento.
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