El problema de la vivienda

60 familias okupas de La Mina se niegan al desalojo pese a 30 sentencias en contra

El Consorci advierte que todos los fallos judiciales le han dado la razón, aunque aún pueden recurrirse

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Óscar Hernández

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60 familias que el verano pasado okuparon otros tantos pisos a estrenar en cuatro edificios públicos de protección oficial del barrio de La Mina no piensan abandonarlos. Sin embargo, varios juzgados de Badalona han comenzado a dictar 30 sentencias en su contra que están pendientes de los recursos. Los fallos dan la razón al Consorci de La Mina, según fuentes de esta entidad pública propietaria de los edificios grises de diseño donde se registraron las ocupaciones, en las calles de Anne Frank, Mercè Rodoreda, Ernest Lluch, Ramon Llull y Rambla de La Mina, en el epicentro de este barrio. Esta entidad pública ha evitado dar detalles de las resoluciones  hasta que sean firmes.

Los nuevos vecinos de estos bloques, muchos de ellos miembros de familias gitanas del barrio, ya se han organizado. El martes 25 de septiembre se manifestarán delante del Ayuntamiento de Sant Adrià de Besòs «para reclamar una vivienda digna y para que aquellos que ahora ya tienen un techo no sean lanzados a la calle», afirma Rafael Perona, presidente del Centro Cultural Gitano de La Mina. «La gran mayoría son gente muy normalizada, con trabajo, que entraron en unos pisos que llevaban años cerrados y que no habían sido adjudicados pese a faltar viviendas», añade Perona. 

"En casa de mi padre no cabíamos"

«Yo vivo aquí con mi mujer y mi hija de 3 años. En casa de mi padre, en la calle de Venus, donde vivíamos antes, no podíamos estar. No cabíamos con mis tres hermanos y sus parejas. Por eso entramos en este piso y no nos vamos a ir. Estamos dispuestos a pagar lo que nos digan de alquiler», explica Josué Muñoz. A su lado, Manuela Córdoba, su mujer, asiente. «Aquel piso, el de sus padres, era una caja de cerillas. Aquí al menos mi hija, de año y medio, tiene su propia habitación», explica la joven madre mientras muestra toda la casa, en el segundo piso de Ernest Lluch, 1.

«Quiero seguir viviendo aquí», añade Muñoz, quien explica que ha ido cambiando de trabajo continuamente y que está preparado para pagar un alquiler y los recibos de luz y agua que haga falta. «Yo no puedo pagar los 800 o 1.000 euros que piden por ahí, pero si es razonable y llego pagaré», explica el joven mientras muestras ilusionado como se ha acondicionado la vivienda, de la que evita contar de donde obtiene el agua y la luz. Parece un piso de diseño. «Pues todos los muebles son de segunda mano –aclara–. Si te fijas el sofá está roto. Nos buscarnos la vida con lo poco que tenemos»,

Cartel antidesalojos

En la puerta del piso de Josué y Manuela un curioso cartel pretende disuadir de cualquier intento de desalojo con estas palabras:«Este es, al menos de momento, nuestro domicilio y no tenemos intención de marchar de aquí. Invitamos a cualquier persona física o jurídica que cuestione nuestro derecho a permanecer en esta casa a recurrir a la vía judicial para que sean los tribunales quienes resuelvan lo que estimen oportuno».

El mismo escrito incide la la inviolabilidad del domicilio. También advierte a quien pretenda entrar que esa acción supone allanamiento de morada, en caso de un particular, o violación de domicilio, si es funcionario. Delitos penales. A pocos metros, en la calle de al lado, Antonio Arenas y Mari Vargas también abren la puerta de su vivienda a este diario. Es el inmueble número 9 de Mercè Rodoreda.

El entorno en la calle es similar al de otras zonas de más elevado poder adquisitivo, como Villa Olímpica, o el más cercano Fòrum. Son edificios grises, con porterías luminosas, cuyas cocinas o galerías no se ven apenas desde la calle como pasa en otros bloques más pobres del mismo barrio en los que la ropa tendida se multiplica como señal de vida.

«Nosotros vivíamos en la calle de Marte con mi padre», explica el joven Antonio. Su historia es similar a la de sus vecinos Josué y Manuela. «Aquí por fin estamos bien y tenemos intimidad. Quiero pagar un alquiler social, aunque ahora no lo hago. Lo que quiero es quedarme en el barrio, poder estar cerca de mi familia», relata mientras enseña orgulloso cómo se instaló un termo eléctrico y una cocina vitrocerámica para suplir la falta de gas en el piso. Al no tener papeles de la vivienda, no puede contratar el gas, la luz, ni el agua.

En su casa las habitaciones también se ven luminosas y bien decoradas. La pareja explica satisfecha que pese a haber ocupado las viviendas pudieron empadronarse en el Ayuntamiento de Sant Adrià de Besòs. El piso no es suyo, pero al menos un documento acredita que viven ahí. «Al principio nos pusieron problemas, pero luego nos dejaron inscribirnos», cuenta Arenas, que sabe que su caso, como el del resto de las 60 familias, está pendiente de resolución judicial. Dice que viven como en cualquier comunidad y que  pagan 10 euros al mes a un vecino para que limpie la escalera.

Las dos parejas accedieron a los pisos a la vez. Las suyas fueron una de las okupaciones más numerosas que se recuerda. Al parecer, no siquiera hubo patadas en la puerta. «Entramos porque los pisos llevaban años vacíos y nos enteramos que se los iban a dar a familias de fuera. Cuando llegamos, a algunos nos dieron las llaves y pudimos entrar sin problemas», añade Arenas.