LA GUERRA CIVIL

Recuerdos de una infancia bajo las bombas fascistas de 1938

Teresa Pérez

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Era la hora del recreo en la escuela Milà i Fontanals y un ruido ensordecedor cruzó Ciutat Vella. La onda expansiva hizo saltar de la cama a Roser Ponsatí (Barcelona, 1930) e hizo añicos los cristales. Se acercó al balcón de su casa y supo qué era el horror al ver una imagen que debería estar prohibida sobre todo para un niño. Roser rondaba entonces los 7 años y sus ojos vieron un camión lleno de cadáveres, muchos infantiles. Eran las 10.30 de la mañana del 18 de marzo de 1938 cuando las bombas cayeron en el patio escolar lleno de niños.

Un camión descubierto aparcado en la calle se convirtió en un gran ataúd, "todo lleno de cuerpecitos tiesos. ¡'Pobrets'!, aún los veo", afirma. La familia Ponsatí corrió espantada para retirar a la pequeña que estaba petrificada en el balcón. "En aquel momento yo era insensible", explica echando la vista atrás. La aviación fascista fue inmisericorde y durante tres jornadas, los 16, 17 y 18 de marzo de 1938, convirtió Barcelona en una diana a la que se disparaba sin apenas descanso.

Roser tiene ahora 88 años y desgrana sus recuerdos de los sonidos de las bombas, los destrozos de las casas, el olor a muerte en las calles del Raval y los cristales de las ventanas tapados con cinta de embalar para que no se rompieran... El suyo es uno de los cada vez más escasos testimonios de aquellos tres salvajes días de la guerra civil en Barcelona, de los que se acerca el 80º aniversario. 

Sin colegio

Aquellos bombardeos dejaron sin escuela a la pequeña. "Yo iba a las monjas de la Presentación y decidieron regresar a Francia. Después fui a una escuela pública en la calle de Fortuny pero cayó metralla en el patio de la escuela. Mis padres se asustaron y ya no me dejaron ir más a clase y me quedé en casa", relata Roser. Por eso el día de la tragedia escolar de la Milà i Fontanals estaba todavía en la cama.

Su primer recuerdo de la contienda no es el de ese patio mortal. La guerra civil se instaló en su mente con las llamas y la humareda que desprendía el incendio de la iglesia de Betlem en la calle del Carme en 1936. "Yo lo vi desde el balcón y mis padres me quitaron del cristal lo mismo que sucedió después con la imagen de la escuela Milà i Fontanals", apunta. La policromía y las tallas de madera del templo se esfumaron con el fuego. "El olor era muy intenso", aclara.

Roser tiene algunos recuerdos cubiertos por una capa de neblina. En su lúcida cabeza, sin embargo, hay hueco para contar hasta tres bombardeos que le dejaron huella: "Quiero ponerles fecha, pero no lo consigo, solo me acuerdo de las imágenes. Quiero que alguien me ponga en orden lo que sucedió". 

Esta testigo llamó a principios de semana a la redacción de este diario tras leer una información de Ernest AlósErnest Alós que relataba el 80º aniversario del bombardeo de Sant Felip Neri que segó la vida de 42 niños que buscaban refugio bajo la iglesia. "Precisamente uno de los fallecidos era hermano de Pepe Muñoz, un aprendiz que tenía mi tío Nemesi Ponsatí Solà en su farmacia de la plaza Nova, 3", relata. Y es que la prolífica madre de los Muñoz había colocado a sus hijos en diferentes oficios.  

La bata ensangrentada

Las oleadas de bombardeos los aterrorizaban. "Oías una y contenías el aliento. Era tremendo. Cuando bombardeaban sabías que volverían. Y tras las bombas, la destrucción", cuenta. Uno de esos días, su tío Nemesi tardó más de la cuenta en volver a casa del trabajo. Toda la familia estaba con el miedo en el cuerpo por si le había sucedido algo.

Pasaban de las 21.00 horas cuando la pequeña lo vio entrar por la puerta: "Llevaba la bata ensangrentada. Estaba desmontado", indica. Una bomba había destrozado la tocinería de la plaza Nova, al lado de la farmacia, y matado a todo el clan familiar que la regentaba. El impacto había sembrado la calle de muertos y heridos y la botica se convirtió en un centro de primeros auxilios mientras llegaban las ambulancias para trasladarlos al Hospital Clínic". La bata ensangrentada de su tío evidenciaba la magnitud de la tragedia.

Roser no quería crecer. "Quería seguir siendo pequeña", dice. Quizá era para no enfrentarse a tanto espanto. "Pasábamos mucho miedo, estábamos 'acollonits', tanto que mi 'tieta' prometió que si a la familia no le sucedía nada dejaría de ir al teatro y a la ópera, que le encantaban", recuerda. Y cumplió su promesa porque ya no volvió a pisar una platea. En los Ponsatí no hubo ninguna baja, pero de una amiga de su hermana "murió toda la familia en un bombardeo en la Barceloneta", explica. 

Rosarios contra las bombas

La familia de Roser vivía en la calle del Carme, 7, en un piso encima del horno que regentaban; más tarde se mudaron a la del Pintor Fortuny esquina con la de los Ángels. "A mi padre, que era panadero, le colectivizaron el negocio y no podía soportar ver cómo cada día otra persona le abría el horno", relata.  Eran una familia patriarcal. "Las 'tietes' solteras vivían con nosotros", señala.

Sus recuerdos de la vivienda de Pintor Fortuny son más intensos que los de la calle del Carme: "Cada vez que se oía el estruendo de la aviación, bajábamos todos los vecinos a casa del doctor Lamarca que vivía en el principal. Y como eran muy beatos, todo el vecindario empezaba a rezar el rosario y no se paraba hasta que cesaban las bombas". El pesimismo se instaló en sus vida con tal fuerza que hasta llegaron a creer "que la guerra no iba a acabar nunca", afirma. "Mi generación ha aguantado mucho", exclama con un atisbo de tristeza porque tras la guerra llegó la dictadura de Franco. "Me tradujeron el nombre, me pusieron Rosario y yo me llamo Roser. A mi ese nombre me parecía horrible, me daba mucha vergüenza, por eso cuando nació mi hija le puse Eulàlia porque no se podía traducir, solo variaba el acento", concluye.