Póngame tres Copitos

DNI de Copito, otra prueba de que pasó el Rubicón de la domesticidad.

DNI de Copito, otra prueba de que pasó el Rubicón de la domesticidad.

Carles Cols

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Lo primero que hizo Jordi Sabater Pi después de pagar 15.000 pesetas a Benito Manié por la cría de gorila blanco que ese cazador guineano acaba de capturar en confusas circunstancias fue llamar al Ayuntamiento de Barcelona. Era otoño de 1966. «Me dijeron que, ya que traía un gorila blanco, procurara recoger dos o tres más del mismo color, para formar así un grupo y exhibirlo en el zoo». Así lo contaba Sabater Pi hace hoy exactamente 10 años, el mismo día en que murió Copito, el gorila albino que terminó por eclipsar incluso la trayectoria de extraordinario primatólogo de su propio descubridor. El 24 de noviembre del 2003 murió el animal. El icono murió más tarde, en una fecha imprecisa. La postal de Copito apenas se vende en la Rambla. No es el peluche con el que se duermen los niños de la ciudad. Pero Nfumu Ngui (su primer nombre, gorila blanco, en la lengua fang) no ha muerto. No pretende ser esta una afirmación cursi sobre el alma y otras mandangas intangibles. La cosa es que, gracias a CopitoBarcelona ya no es aquella ciudad paleta en la que en 1966 alguien creía que los gorilas blancos crecían como yucas a las orillas del río Muni, sino que es, concretamente su zoológico, un referente internacional en la cría en cautividad del más imponente de los grandes simios.

Tal y como suena, en Europa no se aparean dos de los 450 gorilas que viven en cautividad sin que Barcelona bendiga el revolcón, pues, gracias al insano empeño que durante los años 80 se puso en lograr la gestación de un segundo ejemplar blanco, terminó por conseguirse algo mucho mejor: primero desdeñar esa pretensión por éticamente antinatural y, segundo, reunir un gran saber sobre la cría de esta especie.

No es una tarea fácil, por ejemplo, lograr que hembras criadas con biberón, llegada la madurez sexual, sean capaces de desempeñar con pericia el rol de madre. No es fácil, pero esa ha sido una de las contribuciones de Barcelona a la 'gorología' europea, un conocimiento cada vez más notable de los secretos de la cría en cautividad de una especie amenazada en libertad. La reintroducción en la selva de ejemplares nacidos en un zoológico es de momento una meta inasumible, pero en el Zoo de Barcelona, entre otros éxitos recientes del equipo que dirige Maria Teresa Abelló, destaca el de haber logrado que una chimpancé hembra adopte a una cría a la que su madre biológica había renunciado a amamantar. Es fácil criticar a los zoos, ridiculizarlos como guantánamos animales. Su inexistencia, sin embargo, sería peor remedio que la enfermedad.

Es cierto que los zoos vienen de donde vienen. Fueron durante demasiado tiempo lugares para el disparate. Si hubiera que poner el foco sobre uno de los peores antecedentes, no hay ninguno más infame que la malsana idea que tuvo el Zoo del Bronx hace solo 100 años cuando decidió exhibir a Ota Benga, un pigmeo de la etnia Batwa, un adolescente que fue liberado tras una larga polémica y que, desarraigado,  terminó por pegarse un tiro en la cabeza.

Esta poco conocida historia viene al caso porque en el fondo tiene el mismo sustrato del «póngame tres Copitos» con el que se respondió a Sabater Pi cuando dijo que tenía un gorila blanco entre sus brazos.

Copito llegó a Barcelona como un personaje de Tod Browning. Era una anomalía de la naturaleza. El Ayuntamiento de Barcelona recibió ofertas de circos y de estudios de Hollywood para  llevarse al gorila albino. La portada que le dedicó la revista 'National Geographic' le proporcionó una fama planetaria. Montreal negoció con el alcalde Porcioles la presencia del primate en la Exposición Internacional que en 1967 iba a celebrarse en la ciudad. Porcioles dicen que dudó y que finalmente no cerró el trato, pero ello no supuso para Copito una infancia todo lo animal que debería haber sido.

Fue el Macaulay Culkin de los gorilas, una cría superada por la fama.  Atravesó la frontera de los que algunos etólogos llaman el 'Rubicón de la domesticidad'. Vivió como un niño consentido en un piso del Eixample, a cargo del matrimonio que formaban Roman Luera y Maria Gràcia.  Se comía todos los yogures que quería. Pasaba los fines de semana en la torre del Montseny y en verano hasta se fue de vacaciones a Menorca. Aquella vidorra le desquició. Pronto dio señales de desviaciones cropófilas. Tenía problemas de identidad.

«Come más o menos lo mismo que un concejal», dijo de él Joan de Sagarra en un artículo en 'El Noticiero Universal'. Era una definición perfecta, a la altura de su autor, pero es que realmente llegó a parecer que Copito fuera un munícipe más. Fue recibido en el salón municipal de plenos y se sentó en la silla del alcalde. De Sagarra no descartó que lo incluyeran en las listas electorales del Senado. En ese pronóstico falló. No en cambio en otro: «Cuando sus hijas alcancen la edad núbil, el albino fornicará con ellas en el caso de que consientan jubilosamente». Menudo Nostradamus.  Así fue, al menos con Virunga, su hija preferida. Pero el Zoo de Barcelona jamás logró cumplir su propósito de ver el alumbramiento de un nuevo gorila blanco. Lo más cerca que estuvo de lograrlo fue cuando el 5 de julio de 1988 Ntao tuvo un hijo de Urko. La pareja eran nieta y nieto de Copito. Había un 25% de probabilidades de que el bebé fuera blanco. Nació muerto. Era negro.

INYECCIÓN LETAL // Aquello fue hace un cuarto de siglo, mucho tiempo, suficiente como para que Copito desandara el camino equivocado de la mano de la nueva generación de biólogos y veterinarios y viviera una madurez digna de un macho alfa, la que jamás habría tenido en la selva porque, aunque le hubieran respetado sus congéneres, el sol no lo habría hecho. Un cáncer de piel se lo llevó por delante con casi 40 años. Murió de madrugada, porque esa fue la orden del Ayuntamiento de Barcelona para que la inyección letal que se le administró no diera pie a una polémica. Aquel 24 de noviembre fue un día muy Berlanga. Parecía un deceso en la cúpula de Corea del Norte.

Menos mal que Sabater Pi no se trajo tres albinos más.