LA CRÍTICA

'No cantaremos en tierra de extraños': misiones heroicas

Ernesto Pérez Zúñiga no se conforma con añadir una nueva ficción irrelevante a nuestras sufridas estanterías

DOMINGO RÓDENAS DE MOYA

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Ernesto Pérez Zúñiga (Madrid, 1971) se le nota el oficio poético. No es un novelista de tropa, de esos a los que les delata la tosquedad de su manejo del lenguaje, la caída y recaída en clichés y tics expresivos. Mima las palabras como el poeta que es y las pone a trabajar a favor de una historia en la que lo ocurrido y lo sentido equilibran sus fuerzas. En 'No cantaremos en tierra de extraños' esa historia se remonta a 1944 y arranca en un hospital de Toulouse donde coinciden dos soldados españoles, perdedores reiterativos, y una doctora, María Gómez, que se enamora de uno de ellos, Manuel Juanmaría. El otro, Ramón Montenegro, había sido profesor de literatura en un instituto, ha liberado París como miembro de la Nueve, la división Leclerc, y va a ser el compañero de Manuel en una aventura insensata: entrar en la España franquista para encontrar a la mujer de este. El rescate tiene algo del descenso de Orfeo en el Hades para rescatar a su Eurídice, así como también de recorrido dantesco hasta alcanzar a una Beatriz que posee la capacidad de salvar a su salvador.

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 No es la primera vez que el autor nutre su obra de su admiración por Dante: ya lo hizo en el poemario 'Siete caminos para Beatriz' (2014) y antes en la novela 'El segundo círculo' (2006), pero en esta ocasión ese matriz se enriquece con la confluencia  de ingredientes del western (la violencia, los héroes en ruta, la misión dificultada por los indios, como en 'La diligencia' de John Ford) y con los cameos de sujetos históricos, como el novelista Howard Fast, el activista Edward Barsky, ambos miembros del Comité de Ayuda a los Refugiados Antifascistas, o el escritor Max Aub.

La peripecia está bien urdida, pero su eficacia literaria descansa en el contrapunto que supone la doble mirada a lo que sucede, la de los hechos externos y la de la voz interior de los propios personajes, que se registra en cursiva como una cortesía hacia el lector. Ese elemento subjetivo, junto a algún brochazo esperpéntico (el homenaje a Valle-Inclán se encuentra en el apellido Montenegro y en el apodo 'Cara de Plata') y la atinada fragmentación del texto en secuencias breves alejan la novela de la zona de facilidad y muestran a un novelista dotado y autoconsciente que no se conforma con añadir una nueva ficción irrelevante a nuestras sufridas estanterías.