El nuevo curso académico

¡Es el fracaso, estúpido!

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Hoy empieza el curso escolar, pero está suspendido de antemano.

No hay que llevarse las manos a la cabeza ni mucho menos rasgarse las vestiduras. Nadie puede declararse sorprendido por este dato, no viene de nuevo: año tras año, desde tiempo inmemorial, si el sistema educativo español destaca por algo es por su descomunal índice de fracaso escolar. Y el mismo indeseable honor distingue a la escuela catalana. Aquí no hay fet diferencial que valga.

La Fundació Jaume Bofill cifra en el 26,5% la tasa de fracaso escolar en España (26% en Catalunya), justo el doble, ¡el doble!, de la media de la Unión Europea (13,5%), con datos referidos al 2011. En España, la población de 16 a 24 años con estudios secundarios es del 61,7% (62,7% en Catalunya), casi 18 puntos porcentuales por debajo de la media de la UE (79,5%).

En el otro extremo, la incapacidad del sistema educativo español para producir excelencia es poco menos que nula. Solo el 1,3% de los alumnos obtienen resultados excelentes. El promedio de excelencia escolar de los 34 estados de la OCDE triplica de largo, con el 4,1%, la magra tasa española. Como subrayaba el lunes en estas páginas el pedagogo Gregorio Luri, dentro de la UE solo Grecia presenta un índice de excelencia más pobre que España.

El dinero no es todo

La contundencia de las cifras estadísticas es hiriente. Pero aún es peor constatar que no hay ningún cambio estructural en marcha que haga suponer que un día no lejano vaya a revertirse la situación.

Con el país quebrado por la mayor crisis económica en muchas décadas y las administraciones públicas podando a dos manos los presupuestos, podría deducirse que la causa de los profundos males de la enseñanza en España es la falta de financiación. Pero esta no es una explicación sólida.

El fracaso escolar permanece inalterable desde mucho antes de la cascada de recortes. Y no hay una relación consistente entre el precipicio que media entre el rendimiento escolar español y el de los países de su entorno, de un lado, y la comparativa del gasto en educación, del otro. En el 2010, según la OCDE, España gastó el 5,6% del PIB en enseñanza, unas décimas por debajo de las medias de la UE (5,9%) y la OCDE (6,3%). España invirtió 7.182 euros por estudiante, frente a  los 6.973 y 7.052 de media en la UE y la OCDE, respectivamente. El Reino Unido gastó 8.238 euros por estudiante; Francia, 7.711, e Italia, 6.581.

Aunque un presupuesto educativo público nunca es excesivo, estos datos niegan que lo que mantiene a la escuela española en el hoyo sea la falta de financiación, al menos no de forma principal. El matemático y economista César Molinas diagnostica el origen del problema en su ensayo Qué hacer con España (Destino, 2013): «No es un problema de dinero, sino de gestión, de orientación y de falta de ambición de excelencia. La educación suscita debates encontrados. ¿Buena señal? No, mala. ¿Mala por qué? Porque no hay ningún debate relevante sobre la calidad y la excelencia [sino] sobre el uso partidista de la escuela como centro de adoctrinamiento».

¿En qué suelen enquistarse las discusiones políticas sobre educación? En asuntos estrictamente ideológicos, importantes, sí, pero en gran medida ajenos al fracaso y a la excelencia: evangelización frente a laicidad, orientación de la educación ciudadana, pugna entre las lenguas cooficiales… No es que estas cuestiones sean baladís, el drama es que son las únicas que polarizan el debate, en el que poco se dice de la calidad y la formación del profesorado ni de qué conocimientos hay que transmitir en las escuelas para salir de la postración y cómo y con qué hay que hacerlo.

Hasta los especialistas en enseñanza pierden a menudo la cuenta de las leyes educativas que ha producido este país en los últimos 30 años. Muy pocos ministros de Educación se han resistido a la tentación de rubricar la suya propia. La última de ellas, la controvertida LOMCE del no menos polémico ministro José Ignacio Wert, verá la luz probablemente antes de fin de año. Y como todas las normas que le han precedido, ya sea bajo el mando de la izquierda o de la derecha, nacerá huérfana del respaldo de la oposición y morirá en cuanto se quiebre la mayoría parlamentaria que le dará vida.

No es extraño que el edificio educativo tiemble: sus cimientos se asientan en tierras movedizas. Sobre el papel, todos los actores políticos claman por un sistema educativo sólido, estable, con vocación de permanencia, protegido de los vaivenes políticos por un profundo compromiso de Estado. Pero sus propios actos, legislatura tras legislatura, se empeñan en desmentirles.

Hay, aquí sí, una honrosa excepción. Catalunya aprobó en el 2009 la primera y única ley de educación respaldada por el Gobierno (entonces, el tripartito de izquierdas) y la oposición principal (la derecha nacionalista). Es una ley,  por tanto, blindada ante las fluctuaciones políticas. Aunque con un horizonte de desarrollo que no concluye hasta el 2017, la LEC da autonomía pedagógica y de gestión a los directores de los centros, que podrán escoger a los profesores según la competencia profesional se estos. Este punto, denostado por la defensa corporativa de los docentes, debería propiciar una mejoría radical de la calidad y la formación del profesorado, algo indispensable para elevar el vuelo.

Hasta entonces, las paredes de las escuelas, del ministerio y de las consejerías de Educación podrían lucir un cartel que recrease el exitoso lema de la campaña electoral que llevó a Bill Clinton al poder en 1992: ¡Es el fracaso, estúpido!