Pequeño observatorio

El delicado oficio de zapatero

El clásico zapato de piel ha sido derrotado. Los jóvenes no aceptan la rigidez para sus pies

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JOSEP MARIA ESPINÀS

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De  acuerdo con el epígrafe que encabeza esta columna, no puedo dejar de ser un modesto observador. Hace pocos días, cuando tenía que asistir a un acto un poco ceremonioso, abrí el armario para elegir unos zapatos. Me sorprendió encontrar tantos.

Ya hace tiempo que llevo un calzado más flexible, más ligero. La vejez hace que llevar peso me resulte incómodo. Cuando he salido a la calle me he dado cuenta de que no veía a nadie que llevase el clásico zapato de piel. El clásico zapato ha sido derrotado. ¿Existen aún en la Rambla aquellos tradicionales limpiabotas? Hace muchos años me compré en Londres unos magníficos zapatos Churchill. Pronto  descubrí que pesaban demasiado para mí, y ahora, cuando abro el armario, los venero como si fueran unos pequeños dioses de la elegancia.

El oficio de zapatero es antiquísimo. En la casa real catalana, en 1268 ya se habla de zapatos, aunque no eran, naturalmente, como los de hoy. Parece que eran unas ropas que envolvían los pies e incluso subían por las piernas. Los zapatos, hoy, han sido derrotados –los clásicos– por la juventud. Los chicos y las chicas conservan unos pies flexibles que no aceptan la rigidez. Es un hecho paralelo al éxito de la chaqueta sobre la americana.

El oficio de zapatero tuvo, en otros tiempos, no mucho prestigio. En algunas comarcas, zapatero era un calificativo que se aplicaba a quien hacía algo mal, como si fuera fácil saber encajar un zapato en una pieza humana tan irregular como es el pie. Pero no se puede negar que existe el despectivo zapatones. De mis tiempos escolares recuerdo el caso de un alumno que se llamaba Sabata y que, encontrándolo vulgar, se hizo cambiar el apellido: de Sabata pasó a ser Zabala. ¿Lo encontraba más fino que Sabata? Cambio de apellido, ruptura con todo el pasado familiar, invención de una identidad vasca.

Estoy pensando si me iría mejor, en vez de Espinàs, decirme Rosarars. La vida en rosa.