MIRADOR

La ciencia y las creencias

XAVIER BRU DE SALA

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No es cierto que uno de los grandes objetivos de la ciencia consista en la destrucción de la religión y de la creencia en el Dios de los monoteístas. Isaac Newton, el formulador de la gravitación universal, tal vez el mayor científico de todos los tiempos, se dedicaba con parecido fervor al estudio del movimiento de las estrellas, a la teología y a la alquimia, con la intención de llegar a comprender la obra de Dios por distintas vías, incluidas la búsqueda de la piedra filosofal y el elixir de la vida.

Un error muy común, del cual ni el mismo Einstein se salvó, consiste en cuestionar descubrimientos o postulados científicos a partir de una percepción de choque con las propias creencias. En el famoso improperio de Einstein contra la física cuántica -«Dios no juega a los dados»- resuena la decisión del papa Urbano VIII, que obligó a su amigo Galileo a negar que la Tierra gira alrededor del Sol y no el Sol en torno a la Tierra, como en su época y en el pasado todo el mundo creía (a excepción de Ptolomeo, que tampoco se fiaba del conocimiento intuitivo, como Lucrecio y algún otro). Puestos a elegir entre la mentira y la hoguera, me parece que todos imitaríamos a Galileo. Por fortuna, la Iglesia admitió, no hace ni un cuarto de siglo, errores en el proceso a Galileo. Para desgracia de Einstein, pero quizá no de todos nosotros, si él hubiera tenido razón contra la cuántica, la televisión no existiría.

Si la ciencia, o la razón, chocan con las propias creencias, es tan desaconsejable intentar desacreditar sus conclusiones como examinarlas con detenimiento objetivo, puesto que con la primera actitud nos acercaremos al oscurantismo o nos arriesgaremos al ridículo, mientras que con la segunda se corre peligro de sufrir cambios o el derrumbe de las propias creencias, situación más bien incómoda y a menudo no muy inocua para el sujeto que incurre en tales prácticas. En estos casos, la mejor receta que conozco es la del paquistaní y devoto musulmán Abdus Salam, premio Internacional Catalunya y premio Nobel de Física. Preguntado si creía en la compatibilidad entre Dios y la física, respondió que él se abstenía de mezclar el trabajo con las creencias. Actitud de la inmensa mayoría de científicos -al menos en Estados Unidos-, que no ponen en entredicho su convicción sobre la existencia de un Dios omnipotente que interviene cuando le parece en su creación y que vela por cada uno de los seres humanos, por mucho que, puestos a hurgar, se pudieran detectar ciertos márgenes de duda, por no hablar de contradicciones flagrantes, entre sus conocimientos como científicos y sus creencias religiosas.

Todo es discutible, pero en ciertas discusiones y en la mezcla de argumentos con creencias es mejor no entrar, por prudencia. Y menos todavía apelar al conocimiento intuitivo, como el estimado doctor Sitges-Serra el pasado lunes en esta misma página. Si tuviéramos que organizar un combate entre el conocimiento intuitivo y el científico, la intuición quedaría KO antes de oler el ring. Si fuera por el conocimiento intuitivo, como hemos visto, el Sol aún daría vueltas a la Tierra.

Charles Darwin, que probablemente habría sido un pastor anglicano de pueblo de no embarcar a bordo del Beagle y adoptar el método científico, acabó perdiendo la fe, pero no intentó nunca convencer a nadie de la inexistencia de Dios. Al contrario, mostró siempre un respeto muy escrupuloso hacia las creencias religiosas, empezando por las de su amada esposa. Si el doctor Sitges-Serra parte del principio, como podría parecer, de que no se puede ser darwinista y creer en el Dios de los cristianos, estoy, como otros, en condiciones de aportar una muy sólida documentación en sentido contrario. Millones de cristianos no lo ven incompatible y no sufren. Del mismo modo que podría ser el autor de la gravitación universal, de la relatividad e incluso de las extrañas leyes de la cuántica -que no solo chocan con la intuición, sino también con la lógica-, Dios podría haber ideado los mecanismos descubiertos por Darwin. Cualquiera es libre de creer que el azar no existe, y que la evolución y la selección natural no son sino el fruto de un plan preconcebido y calculado con detalle milimétrico por un ser todopoderoso, con una finalidad trascendente revelada con posterioridad a los monos inteligentes de la especie humana.

Que en los últimos tiempos se vayan publicando resultados de estudios que, sin negar a Darwin, documenten la transmisión de ciertos caracteres en primera generación no prueba que el mundo tenga o no una finalidad. Tan solo sugiere que una rápida adaptación puede reforzar el mecanismo básico de la mutación.