Artículos de ocasión

Caneja como ejemplo

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DAVID TRUEBA

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La testarudez es un defecto. Puede llegar a ser el más virtuoso de los defectos si te dedicas a las profesiones artísticas. No existe un mundo más expuesto a las modas, las opiniones de los demás y los valores fluctuantes del mercado. Conozco a pocos artistas que no se sientan urgidos a perseguir el cariño del público, aunque a veces utilicen el malditismo y la pose hosca para ganarse precisamente ese respeto reverencial frente a los que lo conquistan desde el agrado y la comercialidad. Lo curioso es que el éxito y la relevancia suelen fluctuar a capricho, como lo hacen las modas, que defienden un rasgo u otro en función de lo que se lleva esa temporada. En ese ambiente tan desasosegante y voluble, los artistas menos interesantes corren a ponerse a cubierto bajo las tendencias del momento. Es ahí donde el grado de testarudez se convierte en el aliado principal de un creador verdadero y de su reto frente al tiempo. La historia de las artes está repleta de incomprendidos que tuvieron a gala enfrentar su gusto y su pasión al gusto y las pasiones preponderantes de cada momento.

Sin escarbar demasiado, uno encuentra que la historia del arte es la historia de la testarudez. Pero incluso en ese caso, no siempre el resultado es el recuerdo eterno y la inmortalidad, ni tampoco la gloria. A algunos enormes talentos testarudos les aguarda el olvido también, porque hay algo caprichoso y demoledor en el modo en que la historia acomoda a sus personas relevantes en el libro de resumen final. Pero conviene apreciar esa testarudez sin que importe demasiado si el tiempo te dará la razón o no. Hace algunos meses estuve en Palencia, ciudad cercana al pueblo de agricultores donde nació mi padre. Es la tierra de campos una tierra testaruda y desafiante, y por eso me encantó volver por allí y aprovechar un rato libre para visitar el museo Caneja. Un pequeño edificio donde se presenta el legado del pintor Juan Manuel Díaz Caneja.

Después de pasar por los estudios de arquitectura y las vanguardias pictóricas parisinas, Caneja regresó a la España que le depararía cárcel y censura. Pero ahí su obsesiva mirada por los paisajes de la tierra de campos, con sus pueblos de adobe y extensiones de cereal, sus personajes retratados en acciones cotidianas, terminarían por levantar un monumento a la testarudez pictórica del autor. Pese a las variaciones naturales, no hay un asomo de abandono ni de duda: los valores son siempre casi idénticos; las geometrías, constantes, y la temática, invariable. Su capacidad para dotar de aliento poético a una jarra con agua o una ventana de pueblo le convierten en un profesional rotundo durante seis décadas. Paseas entre sus cuadros y lo que percibes es a un hombre cargado de ilusiones y desencantos, que cruzó la horrenda peripecia del siglo XX español con una idea de la pintura y el tiempo, del lugar de origen y de inspiración, sin variaciones fáciles ni concesiones. Y tienes la sensación de encontrarte ante un pintor con el mismo carácter que un campesino sabio de aquella tierra. Rebosa entonces felicidad esa idea de testarudez frente a un entorno frívolo e impostado.