CINE
'El museo de las maravillas': una aventura llamada infancia
Todd Haynes cambia de registro con este drama, un homenaje a la historia del cine a través de dos niños
Nadie podía imaginar que Todd Haynes, que a pesar de haber empezado su carrera jugando con muñecas Barbie -en 'Superstar' (1988)- se ha pasado dos décadas hablando de sexo y adicciones y otras cosas para mayores, mostraría jamás interés en hacer una película infantil.
Y eso podría significar que 'El museo de las maravillas' es un desvío en su carrera de no ser porque, en realidad, se apoya en obsesiones típicas del director californiano, como épocas pasadas de la historia de las películas y personajes outsiders que rompen con las normas para ser fieles a sí mismos. La diferencia es que, si en cintas anteriores esa ruptura tenía que ver con la sexualidad, ahora afecta a chiquillos que tratan de encontrar su lugar en el mundo.
En efecto, la película pone en paralelo dos historias que transcurren en dos tiempos distintos –una en 1927, la otra en 1977— y que protagonizan sendos niños sordos que huyen del hogar hacia Nueva York en busca de figuras paternas y de respuestas sobre sí mismos.
Sabemos que tarde o temprano sus historias convergerán –todos hemos visto alguna película que otra–, y mientras nos acerca a ese momento Haynes hace palpable tanto la emoción y el miedo que estar solo en un lugar extraño provoca como, relacionada con ella, la intensidad con la que lo sentimos todo en la infancia.
CALIDEZ E INTELIGENCIA
'El museo de las maravillas' ha sido escrita por Brian Selznick, también autor del libro que inspiró 'Hugo', de Martin Scorsese; y el parentesco es evidente.
Ambas películas son retratos de niños en un mundo de adultos y hablan de padres ausentes. Ambas se acercan a sus jóvenes protagonistas con calidez e inteligencia y ni un ápice de condescendencia; ambas son homenajes al cine mismo, y exploran el potencial de los objetos como depósitos de la memoria.
De hecho, Haynes vehicula la narración a través de una serie de objetos: un libro, un gastado marcador, un recorte de diario, un disco de Bowie, una postal, una reproducción a escala de Nueva York. Y, en el proceso, revela una estilización visual apabullante, en la que la estética del cine mudo –ausencia de diálogos, ángulos agresivos— se combina con la del de los años 70, lleno de cámara en mano y zooms y cerrados primeros planos.
Y de ese modo, como de costumbre en su cine, muestra un conmovedor afecto por el pasado que nada tiene que ver con la nostalgia de cartón; un pasado lleno de gente real, que vive y ama y sufre mucho mientras busca un lugar al que pertenecer, y a alguien que les entienda incluso sin necesidad de que medien palabras.
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