DESTINO LAS VEGAS (4)

Los panes y los peces

CUENTO DE VERANO DE JORDI PUNTI PARA EL JUEVES 18 DE AGOSTO

CUENTO DE VERANO DE JORDI PUNTI PARA EL JUEVES 18 DE AGOSTO / periodico

JORDI PUNTÍ

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Sentado frente a un plato combinado, Mike pidió una ración extra de patatas fritas y más kétchup, y siguió hablando. Le veía comer con un hambre sistemático, como si se tomara una medicina, sin saborear los alimentos. La cuestión era llenar el estómago.

—Ahora es un buen momento para que te cuente mi noviazgo con las calorías —dijo, y se dio unos golpes de satisfacción en la panza prominente—, que es lo que me salvó la vida y me ha llevado de nuevo hasta aquí. Hay un dicho según el cual todo lo que ocurre en Las Vegas se queda en Las Vegas. Como si la ciudad fuera un inmenso campo de batalla con sus propias reglas incomprensibles para el resto del mundo. A veces pienso que lo idearon los amos de los casinos y salas de baile hace un siglo, para justificar las andanzas y pecados a que se entregaban los visitantes y aliviar su mala conciencia posterior. Aunque no deja de ser cierto que es una ciudad en la que todo lo imaginable es posible y, como no hay límites, las tonterías más extravagantes toman un aire de normalidad. Siempre, claro, que al fin y al cabo sean un negocio.

—No te entiendo —le interrumpí—. Ponme un ejemplo.

—Claro que sí. Por suerte, tras el fiasco del aparcacoches, Wilfredo siguió valorando mi entrega y me quiso ayudar, pero a su vez me castigó. Así es que me propuso una nuevo empleo más sacrificado, más sucio, pero que también me permitía ganar más dinero. Se trataba de hacer de lavaplatos y comensal en un restaurante. "Te aseguro que no vas a pasar hambre", me avisó. El restaurante estaba cerca de una de las iglesias más famosas de Las Vegas, la catedral del Ángel de la Guarda, que atraía en especial a arrepentidos, creyentes con la necesidad de confesarse tras noches de sexo y alcohol, y novios entusiastas que se habían casado en un casino y ahora querían refrendar su impulso matrimonial ante Dios. En este mundo hay gente para todo. El restaurante,  pues, buscaba ese público piadoso y se llamaba, traduzco, Los Panes y los Peces. Por si la referencia bíblica no quedaba clara, su lema era: "Bufé libre cristiano". Su particularidad era que, como buenos cristianos de no sé qué línea, por no llamarlo secta, sus propietarios te aseguraban que no iban a desperdiciar la comida. Es decir, que por un precio razonable uno se iba con la barriga llena y la conciencia tranquila. Todo lo que el cliente dejase en el plato, porque estaba lleno o porque ya no le apetecía, se lo comían entre los tres lavaplatos. Es decir, yo.

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Así es como Mike Franquesa se convirtió en un glotón profesional. Además de lavar platos y ollas en la cocina, él y sus dos compañeros se sentaban a la mesa por turnos, en una esquina del restaurante, y como reclamo comercial, delante de todo el mundo, se zampaban todo lo que sobraba.

—Cuando empecé a trabajar —seguía contando—, yo era un fideo y mis dos colegas, que llevaban más tiempo, dos 'galets' rellenos. Me miraron y se echaron a reír. En cinco semanas engordé 20 kilos y desde entonces dejé de pesarme. Como era un bufé libre, los clientes entraban y se llenaban el plato con montañas de comida. Por suerte los americanos son de buena vida y dejaban poca cosa, pero siempre había el niño rebelde que no abría la boca, o la aspirante a modelo que comía con los ojos y luego, cuando tenía esa barbaridad de manduca en el plato, probaba cuatro bocados y ya estaba llena. Una vez superada la aversión de los primeros días, lo cierto es que aprendí a comer sin reparos. Rebanadas de pan, porciones de pizza con un mordisco displicente por muestra, arroz tres delicias y lasaña y tacos mexicanos y ensaladas césar y mazorcas de maíz y salmón y alitas de pollo y plátanos maduros y tiramisú... ¡Todo para adentro!

Al escuchar esa lista se me revolvió el estómago y me sentí empachado, pero Mike no me dejó abrir la boca.

—Hay que decir que lo escogíamos todo en la cocina y lo poníamos en platos limpios. El jefe del restaurante era muy escrupuloso con estos detalles, porque creía en su negocio con una fe religiosa. Los huesos sin roer no se aprovechaban, por ejemplo, solo faltaría, ni los cuatro granos de arroz o los trocitos de pescado o el rastro de las salsas en el plato. Se establecía un límite y ese límite era el de la dignidad. En ningún momento nos sentimos como vagabundos en el comedor social, o como ratas de vertedero, sino que cobrábamos por engullir, he aquí. Lo que nos preocupaba, ya puestos, eran los cocineros. Había un hindú que cocinaba muy picante y especiado, y otro medio francés que abusaba de la crema de leche en todas las salsas. Con el régimen que nos marcaban los caprichos diarios de cocineros y clientes, nuestras digestiones eran imprevisibles y vivíamos abonados al bicarbonato. A la larga, claro, este trasiego en las tripas te cambia el humor. Aunque cobraba un sueldo decente, iba todo el día bien comido y disfrutaba de tiempo libre, poco a poco los días se volvieron insustanciales, sosos como un plato de arroz blanco. Por eso una noche, al salir del trabajo, cansado de tanta monotonía, entré de nuevo en un casino, y esta vez con el bolsillo lleno de dólares.