Punta de cuchillo

Arroces salados

PAU ARENÓS

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Soy fiel al arroz desde la infancia y mantengo esa lealtad incluso cuando alcanza la bajeza. Si veo en una carta o en un menú un plato del cereal, lo pido, arriesgándome al acostumbrado maltrato: sabor confuso, granos duros o pastosos, lejos del punto óptimo. Incluso en lugares en los que sé con seguridad que escasea el virtuosismo, me escucho diciendo, idiota e inconsciente: «¡Arroz!». Cuando era pequeño, en Vila-real, reverenciaba la Navidad porque me permitía comer dos días seguidos paella con pilotes, especialidad sacramental reservada a esas fechas. Ojalá, entonces, hubiera podido seguir la dieta una semana.

Ser arrozadicto tiene consecuencias: acumulo más sal que el Mediterráneo. Mi debilidad son los secos, que  guardan trampas. Los cocineros quieren que sean tan sabrosos que se exceden: concentran los caldos de forma innecesaria. Confunden sabor con contundencia.

Comienzas con placer y a medida que avanza la  degustación, la boca se va transformando en una salina. Como  si fueras un dromedario al llegar al oasis, la digestión requerirá litros de agua.

El mejor arroz es el que consigue el equilibro.