a pie de calle

Una Harley sobre el asfalto cromado

Noelia Gomá observa las 12 fotografías que componen la exposición sobre la mítica ruta 66, ayer.

Noelia Gomá observa las 12 fotografías que componen la exposición sobre la mítica ruta 66, ayer.

JOAN Barril

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Lo dice el libro del Eclesiastés de la Biblia: «Hay un tiempo para amar y un tiempo para ser amado, un tiempo para sembrar, un tiempo para recolectar, un tiempo para matar y un tiempo para morir». Si la Biblia permitiera actualizaciones podríamos añadir que hay un tiempo para mirar una Harley-Davidson y un tiempo para comprarla. Porque la Harley-Davidson no es un mero vehículo de transporte, sino una escultura rodante. El poeta Salvat Papasseit, contaminado por los futuristas italianos, ya nos advertía que el pájaro más bello era el avión. Si Marinetti hubiera sobrevivido a la eclosión de las Harley, ¡cuánta poesía nos habría legado!

Pero volvamos a ese tiempo en el que el reloj biológico indica al hombre que ha llegado su momento Harley. Los motards de Harley han pasado por distintas etapas. Primero fueron los tipos duros de Marlon Brando y su Salvaje. Luego sirvieron de montura a los supermalos de Los ángeles del infierno. Se suavizaron de la mano de Henry Fonda y Denis Hopper en Easy Rider. Y hoy las Harley-Davidson se han convertido en la carroza de los carrozas. Gente adulta, con estilo y con ganas de sentirse libre. Un motard de Harley-Davidson es de esos que todavía se saluda cuando se cruza por la carretera. El sonido de una Harley está patentado y en cualquier calle del Eixample basta que una de esas motos entre en la calle para saber que ya no estamos solos y que el resto de los moteros debemos ceder el paso al recién llegado de la misma manera que los leones se apartan cuando llega el elefante a abrevarse al mismo pozo.

Estética norteamericana

3 Se inauguró el viernes una breve exposición de fotografías en el Espacio Harley-Davidson de la calle de Joan Güell. Su autor es el artista norteamericano John C. Stewart, afincado en Barcelona desde hace 30 años. En su muestra Bikers on 66, Stewart ha retratado a personajes que recorren la mítica carretera desde Chicago hasta la costa Oeste y que se fue encontrando por el camino en los concesionarios de Harley. De esa muestra nos queda la evidencia de que la moto desgasta antes al motorista que al motor y que el tatuaje debe ser un plus de velocidad. Existe una estética norteamericana de la Harley-Davidson que no se corresponde con el glamur de los nuevos usuarios europeos. Lo hablo con Noelia Gomá, del departamento de márketing de ese espacio. Noelia tiene la piel bruñida y la suavidad de un motor tranquilo. Sabe lo que quiere e intuye lo que los clientes y las clientas desean. El personal femenino, magníficamente preparado, se desvive explicando las características técnicas de esos monstruos domesticados de 1250 cc. Por poco más de 8.000 euros, una chica de 50 kilos puede salir de la tienda a bordo de una moto de un cuarto de tonelada. Nada que ver con los moteros que John C. Stewart fotografió en la ruta de las rutas, pilotos añejos que morirán algún día con sus chalecos de piel negra junto a una cerveza en un asilo de Dakota del Sur, escuchando el estruendo de 200.000 motos en el legendario encuentro en Sturgis.

La Harley-Davidson ya no es la última moto que pasé contigo. Es, sin duda, la última moto que voy a tener, porque después de la Harley-Davidson ya solo queda el recuerdo del horizonte y la sensación de viajar a lomos de un pedestal. Una nueva generación europea quiere sentir en la entrepierna la vibración de algo parecido a la libertad. Eso es lo que al fin y al cabo dicen buscar las efigies de Stewart cuando van por las carreteras americanas. Por mí, que cuando es de noche y la tienda cierra, los rostros de Stewart se bajan de los cuadros y se ponen a hablar de ese gran país longitudinal que es el asfalto cromado.