Pompeya, el último gladiador, en el museo Marítimo de las Drassanes

El paseante recorre una calle adoquinada, la vía Abundiantae, la calle de la Abundancia –lo más parecido a unas Ramblas del momento- en la que en los puestos ambulantes los comerciantes le ofrecen aceite, huevos, queso, panes y tortas, además de garum, una salsa de pescado de vísceras fermentadas con la que los romanos lo condimentaban casi todo. Pero nada huele como tiene que oler -mal- y las sonrisas de los lugareños se perciben robóticas. Después, el paseo lleva a un gimnasio donde los gladiadores ejercitan sus mandobles en la palestra y se puede atravesar un puente, apenas unas maderas sobre una caída vertiginosa, que conduce a la arena de un anfiteatro de proporciones colosales con un elefante que se diría sacado de las cohortes maléficas de ‘El señor de los anillos’ de tan desmesurado. Y sí, los reflejos te llevan a agacharte para que uno de los contendientes no te ensarte con su gladio de hierro, bronce y marfil.

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