Epidemia

La desescalada llega a los cementerios

Juan José Fernández

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En 20 años que lleva en los cementerios, el marmolista madrileño Roberto Cerrada no había puesto tantos nombres tan seguido y en tantas lápidas como en estos meses de marzo y abril. "Es un aluvión", dice.

Por eso, en la furgoneta en la que transporta el mortero, las herramientas y los cuadrados de piedra lleva también ahora un saco de letras de bronce, en vez de las pequeñas bolsas de plástico con versales y guarismos, alfas y omegas, estrellas y cruces que le bastaban antes.

Hijo y nieto de canteros funerarios, Cerrada ha visto suficiente para describir el pico letal de la epidemia de coronavirus como un raro periodo de entierros en el que "la gente estaba callada, y no se arrancaba ni a llorar. Yo creo que les daba miedo".

Ahora es otra la fase, la desescalada. En Madrid y Barcelona ya no va tan aprisa la guadaña. Barcelona, según fuentes funerarias municipales, está en 70 servicios al día entre incineraciones e inhumaciones. Lo normal, antes del coronavirus, era que en mayo se hicieran 40 en sus nueve cementerios. En la última semana de marzo y la primera de abril, la quincena negra de la Covid-19, Barcelona registraba una media de 200 defunciones al día y 150 entierros y cremaciones.

Los otros 50 eran, administrativamente, "el decalaje": iban las víctimas del virus a los depósitos de la ciudad, donde se habilitaron hasta 1.400 plazas, parte de ellas en una gran explanada cubierta de Collserola. Y esperaban los muertos algo más de 48 horas para un nicho o tumba y hasta cuatro días para un horno.

A Barcelona no se le atragantaron los cadáveres tanto como a Madrid. Mientras en la capital hubo que abrir morgues provisionales en pistas de patinaje sobre hielo, los depósitos barceloneses se llenaron hasta el 55%. Hoy están al 12%.

El Arlington del coronavirus

Impresiona el desfile de fechas en las hileras de nichos del Cementerio Sur de Madrid, con 70 hectáreas el segundo más grande de la ciudad. Los mismos días de marzo y abril se repiten en las lápidas.

El funcionamiento de los seguros de decesos ha modelado la parte nueva del camposanto. La póliza más asequible y habitual proporciona al cliente un nicho por diez años, los que llaman "temporales" o "de compañía", que cuestan 2.077 euros y 97 céntimos según la tarifa municipal. Los enterradores han ido alineando uno tras otro a los muertos que les llegaban, llenando en orden los pabellones.

El coronavirus ha colmado las secciones U, V, X e Y de la zona seis de la necrópolis, y de forma tan metódica, mecánica y masiva que recuerda a los fosares de cruces blancas de los campos de batalla, solo que con nichos y granito, no con tumbas y césped. Esta zona seis del Cementerio Sur de Madrid es el Arlington del coronavirus.

En el pabellón X se agolpan con inusual cadencia los muertos del 22, 23, 24, 25, 26 y 27 de marzo de este trágico 2020. A los fallecidos en mayo les está llegando la lápida ahora, por lo que muchos de sus nichos lucen de momento la tapa blanca de plástico tras la cual, ya a solas, se quedan los muertos.

Estremece además la similitud de las fechas de nacimiento que declaran las lápidas, todas de piedra rosada: detrás de ellas hay cuerpos que empezaron a respirar en plena Guerra Civil o en el negro año 40; muchos son de la quinta del 29; no pocos del republicano año 31; incluso un par del 18. Ancianos cazados por el virus.

Hay muchos nombres, muchas fechas, inscripciones religiosas, salmos, palabras de despedida… pero ni una sola alusión a la causa de la muerte. A esta la insinúan solo las fechas repetidas de un nicho a otro. "Las lápidas de los muertos del 11-M, allá, en la sección 12, sí que hablan del atentado", observa Cerrada. Aquí no; nadie quiere que se recuerde al virus.

Un entierro cada 15 minutos

"Esto está bajando, pero no del todo; aún seguimos teniendo un 20 por ciento más de servicios que hace un año", explica David C., director de una de las principales funerarias de la Comunidad de Madrid. "Ya nos están llegando menos óbitos por Covid que por otras causas. Hoy tenemos dos y ninguno es del virus; ayer tuvimos tres, y solo uno era de la epidemia", explica un veterano comercial de la funeraria Santa Coloma, de Santa Coloma de Gramenet.

En esa ciudad, con 119.000 habitantes y sin ningún gran hospital de referencia en su término, suelen acaecer dos o tres fallecimientos diarios. En la semana del 23 de marzo, los muertos cotidianos eran entre ocho y diez.

En el Cementerio Sur y otras grandes necrópolis de Madrid "volvemos a tener un entierro cada quince minutos, veinte al día", dice David C. Empiezan a alejarse las tensas jornadas en que se esperó entre cuatro y ocho días para enterrar y ocho para incinerar. "Ahora la espera es cero", asegura el funerario.

Que la espera fuera mayor en los crematorios tiene su explicación. Un horno tarda tres horas en convertir en ceniza un cadáver, entre encendido, cremación y enfriado. "No es un proceso rápido", admite el funerario de Santa Coloma. "No daba tiempo a quemar en Madrid. Se llevaba a gente a quemar a Toledo, Ciudad Real, hasta a Cádiz", cuenta Cerrada.

En Catalunya no se han hecho traslados. "No ha sido necesario por lo temprano de nuestro protocolo", explican desde el consistorio barcelonés. "Tampoco se podía viajar mucho –opina el funerario de Santa Coloma-. Un traslado lejos implica un conductor que tiene que comer y dormir, y no había dónde. Además, ¿y la familia?"

Desde Cementiris de Barcelona cuentan un fenómeno: antes la elección de cremación o inhumación estaba al 50% (60/40 en Madrid). En esta epidemia, el fuego gana con un 80.

Eugenio no está en el monte

La muerte ha dejado de correr en las dos ciudades más torturadas por la epidemia, pero queda un reguero de viudas, viudos, huérfanos, parientes atónitos por la voracidad con que el virus se ha llevado a los suyos, y la velocidad con que hubo que tramitar su sepelio.

Eugenio Corihuel, de 81 años, falleció el 5 de abril en La Paz de Madrid. Al menos pudo despedirse de un hermano y una vecina en el hospital. Pero quien fuera un hombre vivaracho y activo no reposa donde deseaba. "Mi tío siempre quiso que se le quemase y se tirasen sus cenizas en una montaña junto a las de su hermano Tinín", relata Olmo, su sobrino, una de las únicas tres personas que pudo ir al entierro.

No pudo ser. La compañía de seguros llamó a la viuda, que estaba en shock y en cuarentena solitaria en su casa, "y le dijo que si quería incineración, el cuerpo tendría que esperar en una cámara hasta finales de mes, así que tuvimos que escoger un entierro frío", explica Olmo.

Tan frío como el resto del aluvión del que habla el marmolista: tres familiares, uno de ellos retransmitiendo por Periscope con el móvil para la familia. "Fue muy rápido", cuenta Olmo. El cura africano Eduardo Batubenga, de turno en la capilla del cementerio, solo le pudo rezar un responso sin ceremonia, sin bajar la caja del coche fúnebre. Salió a la puerta de la capilla y, a través de la ventanilla del automóvil, bendijo "un féretro básico, cerrado con cinta americana". La epidemia ha sido fúnebre, pero sin pompa.

Los restos de Eugenio al menos tuvieron flores, pero fueron a parar a un nicho de la gran hilera de la primera semana de abril en el Cementerio Sur. Esa acumulación de muertos, como las de Monjuic o Collserola, son ya testimonio de cómo se cernió el luto sobre Madrid y Barcelona.

"Cuando hay una catástrofe, como el accidente de Spanair o los atentados del 11-M, el trabajo es mucho, pero corto en el tiempo -explica Antonio Santos, directivo de los Servicios Funerarios de Madrid-. Lo malo del Covid es un flujo grande durante mucho tiempo; y lo peor es que no sabíamos cuando acababa".

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