BUENAS COSTUMBRES EN LA ENSEÑANZA

Camino del plato vacío en el cole

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Carlos Márquez Daniel

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El comedor escolar, ese pequeño Vietnam en el que unos voluntariosos monitores intentan ejercer de cascos azules entre los niños y los alimentos. Una guerra diaria por conseguir que coman pescado, fruta, carne, por lograr que se terminen la verdura o las legumbres. El maridaje entre el deseo de salir al patio y el intento de que la sala no quede como la playa después de la verbena. Evitando, por encima de todo, que la comida no termine en la basura. Según un estudio realizado por investigadoras catalanas, cada alumno desperdicia de media 46,9 gramos de alimentos durante el ágape, y la mitad viene del postre. Pero hay solución y no requiere de grandes inversiones. Con poco pero bien hecho, el desperdicio alimentario se puede reducir ostensiblemente. Aunque dicen los que saben que sin las familias y la comunidad educativa, sin que esto sea un proyecto constante y transversal y no solo una seta durante el rato de comedor, será muy difícil que la filosofía cuaje.

Existen antecedentes que demuestran que la intervención en los comedores ayuda a disminuir los kilos de comida que terminan en el cubo de los desechos orgánicos. Entre el 2015 y el 2017, cerca de 5.000 niños de cinco países europeos participaron en un programa educativo. Gracias al entreno de los monitores, el personal de cocina y los propios estudiantes, el porcentaje de desperdicio alimentario cayó un 15%, lo que equivalió a 7,7 toneladas de comida y un ahorro de 50.000 euros. Se si miran las cifras globales, la idea de no tirar la comida no es ninguna tonteria: según Naciones Unidas un tercio de los alimentos producidos en el planeta para el consumo humano (unos 1.300 millones de toneladas anuales) se tira o se desperdicia. Si eso no es doloroso de por sí, ahí va el equivalente en dólares: 680.000 millones.

La estrategia

En el caso que aquí nos ocupa, el liderazgo del estudio ha corrido a cargo de Berta Vidal-Monés, investigadora y doctorante del Centre de Recerca en Economia i Desenvolupament Agroalimentari (CREDA, integrado en la UPC y el Instituto de Recerca i Tecnología Agroalimentàries), y se ha basado en el trabajo de campo realizado en cuatro escuelas del entorno metropolitano de Barcelona. La muestra no es representativa (aunque los resultados sí disponen del correspondiente rigor científico), pero sí aporta interesantes pistas. Primero se observó los hábitos y se midió la cantidad de comida que los chavales dejaban en el plato (una media de 46.9 gramos de media por estudiante y un global de 20,5 kilos por escuela). Y luego se aplicaron distintas estrategias para intentar que hubiera más nutrientes en su estómago y menos en el contenedor. Entre una fase y la otra, los cubos de basura anochecieron con ese 34% menos de desperdicios.

Para ello se aplicó la denominada ‘nudging strategy’, una técnica también vinculada al márketing cuyo objetivo es alterar el comportamiento humano mediante cambios en el entorno de manera previsible y sin prohibir ninguna opción. Es de sobra conocido que si algo no toleran los niños es la imposición sin más. O si la aceptan, a los pocos días vuelven a la contenida anarquía. El estudio, por cierto, se ha presentado en un aula del campus de la UPC de Castelldefels repleta de docentes, responsables de comedor y expertos en la materia. La mayoría mujeres, y quizás ese sea otro factor social a tener en cuenta, otro bache a resolver. Porque este no es ningún capricho de la mitad de la población. Tiene que ver con la salud, pero también con la educación, los buenos hábitos y el cuidado del medio ambiente. Y si en casa o en los colegios solo ven el empuje de unas y el silencio de otros, mala cosa.

Apetito por colores

El estudio, financiado, entre otros por el plan estratégico metropolitano y la Agència de Residus de Catalunya, planteó distintos cambios en los comedores. Primero ideó una plantilla en la que se informaba a los niños del menú del día. "Es una manera de que se vayan haciendo a la idea de lo que van a comer y no que se lo encuentren en el plato", sostiene Berta. También se colocaron unos carteles en los que se mostraba de manera muy detallada cómo deben pelarse las frutas más comunes en los postres escolares. La cosa no es baladí, ya que la mitad de la comida desperdiciada que se detectó en esas cuatro escuelas pertenece al postre. Y por último, se creó el semáforo del hambre, que estima tres grados de apetito: ración de oso, de zorro o de hormiga. Aunque eso contiene una posible trampa, ya que los niños, si saben que hay espaguetis o acelgas, es probable que alteren su nivel. Básicamente, se trata de hacer ver a los chavales que esto no va solo de ingerir alimentos para obtener energía, que también, sino que el proceso lleva asido un montón de conocimiento y de actitudes que también deben formar parte de su conciencia como ciudadanos y futuros usufructuarios del planeta.

Un tercio de los alimentos que se producen en el planeta cada año se desperdician

En el debate que ha seguido a la presentación han surgido multitud de casos particulares que dejan claro que pasar de la teoría a los hechos no va a ser cosa fácil. Por ejemplo, porque cada centro tiene su manera de servir. Unos usan bandeja, otros optan por el plato; en muchas escuelas son los alumnos los que despachan, en otras lo hacen los cocineros; unas tienen cocina propia, otras tienen un cátering externo. Para todos los educadores, el estudio deja un montón de recursos didácticos en una página web abierta. Algunos parecen complicados, como poner música relajante (o conseguir que los niños le presten atención), pero cosas como pasar de la bandeja metálica al plato, que permite ajustar más las raciones; medir más el pan que se dispensa o educar más y mejor a los monitores parecen cosas muy razonables.

Los asistentes a la presentación han coincidido en que esto solo tendrá un sentido si se trabaja desde abajo, desde el hogar. Y ahí el margen de trabajo es colosal, habida cuenta de que España es el sexto país que más desperdicia de toda Europa, la friolera de 170 kilos por persona y año. Todo ello, se tire en la basura de debajo del fregadero de la cocina o en un contenedor grande en la escuela, en un planeta en el que todavía hay más de 800 millones de personas que pasan hambre.